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EL ESPEJO DE LO QUE YA NO ES
Luisa, Juana Inés, Ivette, Winétt, Federico, Marcel...


Ángeles Mateo del Pino NGELES MATEO DEL PINO
Universidad de Las Palmas de Gran Canaria

¿Quién se ha detenido a mis espaldas?
Alguien apagó la sombra,
una voz me encierra, cerrándome las puertas, cruzándome,
una mueca de cera viene desde muy lejos, desdoblándose.

En el horror de Dios, un pájaro perfila un grito.

La noche es blanca y muerta, la luna, ¿había que decirlo?
sin embargo es negro el reloj e implacable.

Sentimientos proyectados;
¿en dónde está la cabeza del sueño, que no tiene cabeza,
ni pies, ni ojos, ni manos y existe?

Mi cuerpo tendido entre cielo y mundo
se eleva, se resiste, se retrata disgregándose, entre
verdes peces alados que ya no tocarán la tierra.

Yo soy mi sombra.

Construyo innumerables ilusiones fosforescentes
con palabras que salieron destruidas al amasarse,
(habría que contar una historia) pero, todas las historias son historias,
y, por lo tanto, engaño.

Hacia la distancia,
¿quién se reconoce en el ayer?

Vehemencia, vehemencia, eres el espejo de lo que YA NO ES,
te borro de mí misma y te envuelvo con fuego,
rechazándote, como niña de rosa en tiempos dolorosos,
de contienda sangrienta.

Winétt de Rokha, "Planeta sin rumbo," Oniromancia (1943)


Construir ilusiones: máscaras, disfraces, artificios

¿Qué es una máscara?... una figura que representa un rostro humano, algo con lo que una persona se cubre para no ser reconocida, para aparentar ser otra. Simular, disimular, mostrarse de otra manera. Disfrazarse, desfigurarse, alterarse. Un artificio, una estrategia, una idea que forma la fantasía. Ficción, imitación, falsificación, fingimiento...

¿Se puede enmascarar la identidad?... y ¿la conciencia que una persona tiene de ser ella misma y distinta a las demás? ¿Si se disfraza la identidad se deja de ser idéntico? Entonces, ¿qué rasgos serán los propios y característicos frente a otros? ¿Se tendrá igual conocimiento de uno mismo con o sin máscara? ¿Seremos ese alguien que se supone? ¿Nuestra subjetividad será igual a nuestra identidad? ¿Seremos siempre un sujeto en oposición al mundo externo?...

Preguntas y más preguntas... Interrogantes que no tienen una única respuesta, aun cuando todas ellas hayan sido formuladas a partir de las definiciones que da el Diccionario de la Lengua Española para significar términos como máscara, disfraz, artificio, estrategia, simular -simulación, simulacro-, identidad y subjetividad.1

Estas incógnitas nos traen a colación una cuestión planteada por el autor argentino Néstor Perlongher, quien en 1988, al reflexionar sobre su propia obra, enunciaba: "Si no hay un yo [...] si somos todos multiplicidades [...] ¿quién escribe? ¿quién habla? O: ¿de parte de quién?" Para concluir que si "somos tantos [...] lo simple se complica -si hablar de uno es perorar acerca de un irreductible múltiple" (1997, 139). Por lo tanto, si resulta difícil debatir acerca del "yo" la dificultad se acrecienta al querer "descifrar" cuáles son las identidades que asume el escritor y que proyecta sobre la escritura como el reflejo de un espejo cóncavo. Imagen especular en donde no sólo se reconoce él sino se reconocen otros; donde no sólo se inventa él sino que inventa a otros. De este modo, la escritura pone de manifiesto -hace presente- otras voces, otros cuerpos, otras grafías que, al decir de Severo Sarduy, constituyen los planos de intertextualidad (1999, 1151). Desde esta premisa cabe entender entonces que en una conversación sobre la realidad y la ficción, mantenida por Carlos Monsiváis y Sergio Pitol, se aluda a una convicción compartida por ambos: "La máscara es el espejo del alma" (2005, 3).

Ahora bien, ¿qué ocurre cuando la máscara la porta una mujer, una escritora, en un ámbito cultural que la margina? A esta pregunta parece responder Sonia Mattalia cuando titula su ensayo sobre producciones literarias de mujeres en América Latina con la expresión Máscaras suele vestir. Para dicha investigadora las autoras, insertas en un medio adverso, encuentran una compensación en la escritura, ésta es la de darse nombres y aun cuando se refiere en concreto a la venezolana Teresa de la Parra (1889-1936) nos parece interesante recoger sus palabras porque se podrían aplicar a otras muchas mujeres:

Si la independencia no es posible y tampoco tener un cuerpo propio; si para hacerlo pasar "por el aro" [...] hay que alinearlo en la mirada de los otros, la escritura se abo- cará al deslizamiento de nombres que sustituyan al nombre propio. Nombres ligados a la tradición cultural [...]. Desplaza su nombre, su marca identitaria, por nombres robados a la tradición, nombres que alcanzan en la nueva escritura significaciones que la cuestionan. Este desliz de los nombres propios dota al yo de nuevas máscaras y al cuerpo de diversas veladuras: muestran los desplazamientos de la identidad y los modelos de identificación propuestos por la cultura. Rebautizarse es nombrar los diversos cuerpos que transitan bajo [otro] nombre (2003, 182).

De nuevo, las máscaras, las escrituras, los nombres, las identidades, los cuerpos... Tal vez sea mejor pensarnos como heterónimos, tal y como postulaba Fernando Pessoa, asumir esa "tendencia orgánica y constante a la despersonalización y a la simulación" (2001, 577). Autor que igualmente afirmaba que debido a sus heterónimos ya no tenía personalidad, "cuanto en mí hay de humano lo he repartido entre los autores varios de cuya obra he sido el ejecutor. Soy, hoy, el punto de reunión de una pequeña humanidad sólo mía" (586).

Desde estas consideraciones, desde estas "identidades tránsfugas," para utilizar un término empleado por Adriana Valdés (1997, 85), haremos hincapié en la obra de la escritora chilena Luisa Anabalón Sanderson (1894-1951), más conocida como Winétt de Rokha,2 aunque, como veremos, no fue éste el único "disfraz" que usó. De este modo, retomaremos las "propuestas" de la crítica antes mencionada, para analizar las diversas "personas," "máscaras" que toman la palabra, la constitución de múltiples identidades de reemplazo, las construcciones de subjetividades alternativas... (Valdés 1997, 94-97), aunque en su caso se refería a las identidades de Gabriela Mistral y en el nuestro a las de Luisa Anabalón Sanderson.

Con ello queremos "descubrir" a esta escritora, recorrer sus distintos discursos, esos que, según Rodríguez Magda (2003, 7), "marcan un subsuelo de supuestos saberes, normativas, de racionalidad, de adecuación." Pues, siguiendo a esta autora, convenimos que "construir el yo es muchas veces responder a todo ello, pero también distanciarse, hurtarse a sus trampas, desmantelar sus intenciones ocultas" (7). De este modo, pretendemos desvelar a Winétt de Rokha, quien a lo largo de los años ha sido presentada como idealizada musa y esposa del poeta Pablo de Rokha, y cuya escritura, en la mayoría de las ocasiones, ha sido tenida en cuenta tan sólo como mimesis de la de su compañero, lo que ha opacado su reconocimiento y contribución a las letras chilenas.


El ayer

En este apartado haremos referencia al contexto histórico, político, social y cultural en el que se inserta Luisa Anabalón Sanderson, única manera de explicar las especiales circunstancias que le tocó vivir como mujer y como escritora a principios del siglo XX. De esta forma, podremos calibrar los logros obtenidos y valorar, en su justa medida, su inserción en el panorama literario chileno.

A manera de escorzo introductorio, tal como lo hace Naín Nómez (1998), hemos de destacar que a fines del siglo XIX la Guerra del Pacífico (1879-1884), la llamada "pacificación de la Araucanía" (1861-1893), la Guerra Civil de 1891 y los cambios radicales en la composición social emergente, con el ascenso político de las capas media y el desarrollo de un proletariado minero y medio-urbano, cambiaron radicalmente la realidad chilena. En la nueva sociedad se visibiliza un enfrentamiento entre la modernización positivista, junto a un laicismo espiritual, y la concepción tradicional del hispanismo oligárquico enraizado en un catolicismo de vieja raigambre. Hechos sintomáticos de lo que ocurre en el plano de los discursos culturales, caracterizados por el hibridismo y la heterogeneidad de sus planteamientos, lo que, en el fondo, no hace más que oponer modernidad frente a no modernidad, pues las propuestas se debaten entre nacionalismo y cosmopolitismo, campo y ciudad, tradición y originalidad, nostalgia romántica y proyecto positivista, desmesura romántica y subjetivismo modernista.

Este período de transformaciones políticas es lo que lleva a Pablo de Rokha a hacer coincidir la caída del presidente José Manuel Balmaceda (1886-1891) -la asunción de Manuel Baquedano como Jefe de Gobierno Provisional (29 de agosto a 31 de agosto de 1891) y la de Jorge Montt como presidente (1891-1896)- y la Guerra Civil con el nacimiento de Luisa Anabalón Sanderson, pues, según sus palabras, esto va a influir en sus primeros y "bellos poemas." Así, cuando publica la recopilación de la poesía de Winétt de Rokha, Suma y destino (1951), a modo de "Cronografía" inserta una fotografía del antiguo cuartel del Regimiento Cazadores, casa que testimonia el lugar donde nació la autora, un siete de julio de 1894, y al pie de la imagen coloca la siguiente reflexión:

Vio la primera luz del mundo en el rincón nacional del pueblo en armas, a la caída de Balmaceda, medio a medio de la gran catástrofe y el gran crepúsculo de la ciudadanía. Llevaba, pues, consigo el material histórico-dramático terrible de quien emerge desde adentro de la nacionalidad ensangrentada y pisoteada por la aristocracia mercantil y encomendera, que negoció con Chile. Por eso sus bellos poemas venían llenos de lágrimas... (Pablo 1951, III).3

Desde el punto de vista de los logros sociales que atañen a las mujeres chilenas en esta época debemos resaltar una serie de acciones que van desde la promulgación del Reglamento para Maestros de Primeras Letras (1813), a la creación de la primera Escuela Normal de Preceptoras (1854) y al dictamen de la Ley Orgánica de Instrucción Primaria (1860). Por primera vez, en 1875, un grupo de mujeres se inscriben en el registro Electoral, aunque no pudieron votar en las elecciones presidenciales. Poco después asistimos a la firma del Decreto Amunátegui (1877), que permitió que las mujeres dieran exámenes para obtener títulos profesionales, es decir, pudieran cursar estudios superiores en la Universidad. En la década del ochenta encontramos ya algunos establecimientos escolares mixtos (1881), pero también las primeras tituladas: dentistas, médicas, abogadas, farmacéuticas..., no obstante, también ese mismo año, el Congreso aprueba una reforma en la que se prohíbe a las mujeres el derecho a voto. Sin embargo, éstas comienzan a formar parte de algunos partidos políticos y son las destinatarias de un pujante periodismo que trata temas serios sobre la condición femenina: La Alborada, La Palanca, Evolución, Acción Femenina o La Nueva Mujer... De esta manera, la lucha por los derechos femeninos se desarrolla en un marco fluctuante de avances y retrocesos, pero va creando un espacio de discusión y debate. Hacia fines de siglo la mujer halla un lugar en ciertas profesiones: administración, fábricas, educación, medicina e incluso se nombran a las primeras directoras de liceos. Ahora bien, si en 1905 se inician las protestas públicas por la situación de la mujer, en 1913 aparecen los primeros movimientos y Centros Femeninos organizados, al parecer mucho tuvo que ver en ello el viaje a Chile, durante ese mismo año, de Belén de Sárraga (1873-1951),4 librepensadora, anarquista y feminista (Gumucio 2004), aun cuando la Liga de Damas Chilenas protestara por dicha visita. A partir de este momento se fundan los Clubes Sociales de Señoras y los Círculos de Lectoras (1915) y luego diversas asociaciones y sindicatos, como el Consejo Federal Femenino en el ámbito obrero, hasta la constitución del Consejo Nacional de Mujeres (1919), el cual presentará, posteriormente, un proyecto sobre derechos civiles, políticos y jurídicos. Hacia 1921 surge en Iquique la Federación Unión Obrera Femenina (anarco- sindicalista) y el Consejo Federal Femenino (socialista), pero también se crea el Partido Cívico Femenino [PCF] (1922) y el Partido Demócrata Femenino (1924). Por fin, será en 1925 cuando se le concede a la mujer derechos familiares y patrimoniales. Poco después se instituye la Unión Femenina de Chile (1927), la Asociación Nacional de Mujeres Universitarias (1931) y el Comité Nacional Pro Derechos de la Mujer (1933). Todo ello no hace más que abonar el terreno para que se le conceda a la mujer el derecho a sufragio en los comicios municipales, lo que no ocurrirá hasta 1934. Un año más tarde se forma el Movimiento Pro Emancipación de la Mujer Chilena [MEMCH]. Sin embargo, hasta 1949 no se reconoce a la mujer el derecho a sufragio universal, es decir, la plenitud de derechos políticos. Así, paradójicamente, destaca María Eugenia Meza, que, en 1945, "cuando Gabriela Mistral recibió el Premio Nobel de manos del Rey de Suecia... no estaba habilitada como ciudadana de su país." Por primera vez en la historia de Chile las mujeres participan en una elección presidencial, pero esto no sucederá hasta 1952.

Ahora bien, el panorama literario en el que debemos insertar a Luisa Anabalón Sanderson, en una primera etapa de transición entre el siglo XIX y el XX, se puede dividir en tres momentos, y para ello seguimos de cerca lo esbozado por Naín Nómez (1997). El primero, abarca los años entre 1886 y 1895, que coinciden con la estadía de Rubén Darío en Chile (1886-1889), el Certamen Varela (1887), en el que fue premiado el poeta nicaragüense con su "Canto épico a las glorias de Chile en la guerra del Pacífico," la edición de Azul (1888) y la divulgación de las primeras revistas con textos modernistas. Se cierra este momento de emergencia con la aparición de la poesía de Pedro Antonio González, Ritmos (1895). Un segundo momento, desde 1895 a 1907, coincide con la instalación del modernismo y con diversas propuestas que atañen a lo cultural, pero también a lo social: una nueva sensibilidad modernista, la modernización creciente de Santiago, el acceso a la universidad de los sectores medios, la diseminación de las ideas sociales provenientes de Europa y Estados Unidos, junto a muchas publicaciones y traducciones en un efervescente clima cultural cosmopolita, pero que también mira hacia lo propio. Se agudizan las contradicciones entre un discurso que se vuelve hacia la realidad natural del mundo rural, mientras paralelamente desarrolla una crítica de la situación social de los márgenes de la ciudad y de las zonas mineras. Una época en la que conviven las corrientes neoclásicas, románticas y afrancesadas de la poesía más conservadora junto a la nueva estética del modernismo, el decadentismo y las primeras expresiones de crítica social. El tercer momento abarca el período que se desarrolla entre 1907 y 1916 (muerte de Rubén Darío), caracterizado por la fusión de ideas, pues los poetas modernistas conviven junto a los nativistas y a los representantes de la crítica social. En este punto conviene recordar que es en este período, "al calor de las transformaciones sociales y el surgimiento de las capas medias," cuando surgen las voces de algunas mujeres poetas que, "si no constituyen grupo, conformarán por primera vez una tendencia con estética propia y visiones compartidas: Teresa Wilms Montt, Winétt de Rokha, Gabriela Mistral, Olga Acevedo, Miriam Elim, ente otras" (Nómez 1997).

En este horizonte cultural de principios de siglo es en el que se inserta nuestra autora, cuya escritura se da a conocer tempranamente alrededor de la década del diez. Pero, para entender cabalmente lo que supone su aparición en el medio cultural y literario, debemos recordar que el poder político, social y económico de la sociedad chilena estaba monopolizado por una elite social relativamente pequeña, pero homogénea y con gran sentido de clase. Hacia 1900 se percibía en Santiago una tradición de vida burguesa y urbana, con la presencia de un tipo humano cuyo estilo de vida procedía de aquella aristocracia tradicional que se había fundido con comerciantes, mineros e industriales enriquecidos durante el siglo XIX. Todo ello hace que las costumbres cambien rápidamente y que lo europeo, en particular lo francés, domine la vida:

[E]l ideal masculino era una mezcla de gentleman inglés y de bon vivant francés. Se admiraba lo intelectual, lo artístico, el título universitario o la profesión liberal, pero se admiraba todavía más un tren de vida dispendioso. [...] Mantener el "buen tono" significaba llevar un estilo de vida liviano y frívolo. El apellido era importante, pero más lo era la fortuna que si no se tenía, se aparentaba. [...] La educación y la cultura también estuvieron concebidas en función de consagrar un status social, o bien como un adorno de la personalidad (Aylwin 56-57).

En lo relativo a lo femenino también observamos transformaciones, sobre todo a partir de la década del veinte, pues "con el predominio de los patrones culturales urbanos las mujeres se sacaron la mantilla y se acortaron los vestidos" (Aylwin 119-120).

Todos estos cambios que se aprecian en la época, y que repercuten en la consideración social de las mujeres, se pueden resumir muy bien con las palabras del discurso de Arturo Alessandri, quien, el 25 de abril de 1920, agradeciendo su designación como candidato a la presidencia de la República, enfatiza en la condición legal de la mujer en Chile:

... el país atraviesa por uno de los momentos más difíciles de su historia [...] Las mujeres y los niños reclaman también la protección eficaz y constante de los poderes públicos que, cual padres afectuosos y vigilantes, deben defender a tan importante porción de sus vitales energías económicas. Quienes no quieren prestar atención a estos problemas de la vida moderna, movidos por nobles y generosos impulsos del corazón, deben afrontarlos siquiera por las razones, algo más egoístas, pero igualmente evidentes, de conveniencia económica y conservación social [...] La condición legal de la mujer en Chile permanece aún aprisionada en moldes estrechos que la humillan, la deprimen y que no cuadran con las aspiraciones y exigencias de la civilización moderna. Carece ella de toda iniciativa, de toda libertad y vegeta reducida al capricho de la voluntad soberana del marido en forma injusta e inconveniente (Aylwin 272).

Esta dependencia femenina de la que habla Arturo Alessandri Palma, luego elegido presidente (1920-1924 -primer mandato-), es lo que encontramos también en muchas de las obras de las autoras de este momento y, particularmente, en el primer título de Luisa Anabalón Sanderson, Lo que me dijo el silencio (1915), pues hay un constante sometimiento al deseo del otro, al varón, lo que las lleva a pensarse como proyección del amado. En este sentido, conviene citar lo que al respecto apunta Adriana Valdés:

La imagen que de sí tiene la mujer [...] es la de su lugar en el deseo del otro, el reflejo de sí mismo que ve en el ojo de quien la desea. Adivinar las formas del deseo del otro para hacerse a su imagen y semejanza: hacer la imagen de una misma a partir del deseo y de la palabra del otro. Ecce ancilla domini: he aquí la esclava del señor, hágase en mí según tu palabra. La escritura de las mujeres pasa también por esta ancilaridad, esta subordinación y esclavitud; pasa también por este disfraz que sería una identidad asumida en respuesta al deseo de otro, a imagen y semejanza del deseo y de la palabra de otro (1996, 191).

Recordemos que, como señalamos anteriormente, la situación femenina va cambiando a medida que avanza el siglo. Si en principio existía un vacío de publicaciones de escritoras, esto estaba determinado por la exclusión de la mujer del espacio público, entendiendo por tal el ámbito cultural y literario. A medida que la mujer va ganando terreno, más allá del "imperio de los salones literarios o el dominio de la moda y la cocina" (Nómez 1996, 41), se empiezan a oír a las poetas. En este sentido, resuena más alto la voz de Lucila Godoy Alcayaga (Gabriela Mistral) con sus "Sonetos de la Muerte," ganadora, en 1914, de los juegos Florales de Santiago. Pero, además de Mistral, nacida en 1889, se escuchan otras: Teresa Wilms Montt (1893), Luisa Anabalón Sanderson (1894), Miriam Elim (1895), Olga Acevedo (1895), María Antonieta Le Quesne (1895), María Monvel (1897), María Tagle (1899)...

Aun cuando podemos hablar de una "explosión" de autoría femenina, lo que no resulta gratuito a la luz de los logros alcanzados, entre ellos el acceso a la educación, sin embargo la crítica literaria de la época, por lo general, no valoró estas escrituras y cuando lo hicieron se "escudaron" en la biología o en la psicología para hablar no de la obra literaria sino de la "mano" que mece la pluma. Tal y como sugiere Naín Nómez, fue muy difícil para los críticos de la época "aceptar la posibilidad de una escritura de mujeres diferenciada de los cánones de sacralización masculina" (Nómez 1996, 42). Sobre todo, si tenemos en cuenta que ese aparato crítico tiene como epígonos a Pedro Nolasco Préndez, Omer Emeth, Hernán Díaz Arrieta, Raúl Silva Castro quienes, con ligeras variantes, "mantienen el poder de la crítica desde bastiones conservadores y misóginos" (Nómez 1998). Rosa Montero, aunque aludiendo a un panorama más universal, llega a la misma conclusión, sólo que ella, recordando a la escritora italiana Dacia Maraini, destaca que las mujeres cuando mueren lo hacen para siempre, sometidas al doble fin de la carne y del olvido. Los historiadores y los enciclopedistas, los académicos, los guardianes de la cultura oficial y de la memoria pública han sido siempre hombres, y los actos y obras de las mujeres ha pasado raramente a los anales" (1996, 19). Más adelante concluye: "Las aguas del olvido están llenas de náufragas" (1996, 233).

Por tanto, una vez que la cultura comienza a ser masiva y la mujer accede a ella, siendo además la destinataria de periódicos y revistas, parece normal que se acreciente el número de escritoras. Lo que en verdad no resulta lógico es que éstas hayan pasado desapercibidas. Así, pues, cabe pensar que la mujer que desea ocupar el espacio público de la escritura, y es consciente de los impedimentos con los que se va a encontrar, opte, en la mayoría de los casos, por llevar una máscara, la de hacer uso de uno o varios nombres que le confiera una nueva apariencia, de este modo se finge distinta, se (re)bautiza otra.

A propósito, Eva Orúe, en un artículo titulado "Ellos no son lo que parecen. Escritoras con pseudónimo de hombre," resalta que el uso del nom de guerre es algo habitual y que las razones para adoptarlos son variopintas, aunque con frecuencia tienen que ver con las censuras. Y pocas tan poderosas como la basada en el prejuicio según el cual una mujer no puede ser escritora, por lo que la negación del yo femenino ha sido una constante en la literatura. De este modo cita a George Eliot, George Sand, Fernán Caballero, Víctor Catalá, Felipe Centeno, César Duayen, Ralph Iron, Isak Dinesen, Miles Franklin, Willy Colette... (2007, 50-52). Por tanto, adoptar diferentes personalidades o una identidad viril, como en los casos anteriores, para protegerse de la dureza misógina del entorno ha sido más común de lo que en principio pudiera pensarse.

Y, por lo tanto, engaño. Todas las que era

No sé los nombres. ¿A quién le dirás que no sabes?
Te deseas otra. La otra que eres se desea otra.

Alejandra Pizarnik, Extracción de la piedra de locura (1964)

Bernardo Ezequiel Koremblit, al dedicar un ensayo a la poeta argentina Alejandra Pizarnik (1936-1972), lo tituló Todas las que ella era. De nuevo estamos ante un juego de enmascaramientos, de identidades poéticas, a partir del cual Flora Alejandra Pizarnik se oculta y se devela a través de la poesía y el silencio o, tal vez, de los silencios de la poesía. Hemos tomado prestado este título porque la autora objeto de nuestro estudio también se "desea otra" y para ello se aboca al deslizamiento de nuevas nominaciones que sustituyan al nombre propio, como señalaba más arriba Sonia Mattalia (182). Los bautismos a los que asistimos son variados. Desde Luisa Anabalón Sanderson, Juana Inés de la Cruz, Ivette, Winétt de Rokha, Federico Larrañaga, Marcel Duval Montenegro, hasta la Luisita del espacio familiar y, particularmente, sentimental.

Las obras literarias que le debemos a esta/as autora/s son las siguientes: Lo que me dijo el silencio (1915), Horas de sol (1915), Formas del sueño (1927), Cantoral (1936), Oniromancia (1943), El valle pierde su atmósfera (1949), Suma y destino (1951) y Antología (1953).5 Sin embargo, no son todas. En Suma y destino se nos informa que, con la intención de publicar las Obras completas, se editará en 1952 el segundo volumen, Mundo de figuras, que abarcará distintos géneros, teatro, novela, ensayo, cuentos y artículos polémicos, aunque este proyecto no se llevará nunca a cabo. Algunos autores, como Víctor Lohenthal, hace referencia a otros títulos y cita los dramas Los Randolph, Estrofa de Oro, El terror de existir; las novelas Canción azul, Hacia el abismo y también el relato de viaje, Callejón de Luciérnagas (Winétt 1951, XXXV).6 De igual modo, Mireya Lafuente aporta nuevos detalles, al señalar que El terror de existir se estrenó en Mexico y Celeste María en Colombia. Por otro lado, comenta que Callejón de luciérnagas es una novela y que la muerte sorprende a la autora cuando estaba terminándola (Winétt 1951, III).

Pero cabe preguntarse antes de seguir avanzando: ¿quién es Luisa Anabalón Sanderson? A propósito estimamos conveniente acudir a Pablo de Rokha, en este caso a su autobiografía, El amigo piedra, pues en ella nos da información de primera mano respecto a las incursiones de nuestra autora en la literatura. Por él sabemos que desde muy niña -"niñita"-, firmando con su nombre original, escribe versos, actividad ésta que en parte le viene de su abuelo, Domingo Sanderson, con el que Pablo de Rokha, en una suerte de proyección, se siente identificado:

La nieta de don Domingo Sanderson, descendiente de escoceses de genealogía de señores, gran intelectual desterrado de Copiapó, fracasado, traductor de los clásicos y políglota en siete idiomas, masón de dolor y hereje, se unce conmigo a la coyunda de fuego de los venidos a menos en esta tierra reacia y vieja, arada de esqueletos del medio-pelo desventurado. Va a continuar, entonces, con nosotros aquella tragedia tremenda que protagonizaron los antepasados en el subsuelo de las provincias y cuando Juana Inés, niñita, escribe "La vieja casita," firma la autora: Luisa Anabalón Sanderson, enfáticamente, se refiere a los extramuros de las ciudades y dice que Juana y Lucía sus personajes "tenían que trabajar, como perros," la niñita de cinco años reproducía todo lo caduco y funeral de nuestra sub-clase (Pablo 1990, 122-123).

No obstante estos datos se contradicen en parte con los que nos ofrece en Suma y destino, pues en esta obra compilatoria vuelve a aludir a los inicios literarios, pero ahora refiere que aquel poema, "La vieja casita," lo escribió a "los siete años no vividos" y, además, añade que lo ilustró con figuras incomparables" (Winétt 1951, XCVIII).

En la "Cronografía" que, a modo de "testimonios fotográficos," incluye igualmente este autor en la obra póstuma que hace de su compañera -Suma y destino- destaca que de su abuelo recibió el amor por la cultura griega, no en vano Domingo Sanderson fue filólogo, políglota, bibliómano, gramático y traductor de Safo de Lesbos y de Ovidio (IV). Más adelante, retomando otra vez esta figura reconoce que nuestra escritora "hablaba el inglés maduro y profundo de sus antepasados de Escocia, el inglés de don Domingo Sanderson, el políglota, su abuelo, el abuelo ilustre, el abuelo que le dedicó las obras de Byrond así: A MI NIETA DE SIETE AÑOS; SU ABUELO Y ADMIRADOR" (XCVII). Winétt, por su parte, le brindará un poema, "Domingo Sanderson," aparecido originalmente en Oniromancia (1951, 102-104).

Pero si se trata de los inicios en el arte no podemos dejar de mencionar que la lectura fue para Luisa Anabalón Sanderson una de sus ocupaciones preferidas. Según Pablo de Rokha se satura de libros y libros y su preocupación infantil son la literatura y los poetas de todos los tiempos. Tempranamente publica en la Revista Numen y en Zig-Zag, versos ingenuos y emocionantes dedicados a Francisco de Asís, otros, al parecer, de estilo par- nasiano y simbolista, pero siempre firmados con el nombre Luisa Anabalón Sanderson. Devoradora de novelas y recitadora de poemas -declama, en 1903, las Rimas de Bécquer-, Balzac, Walter Scott, Nerval, llenan su ensueño. Y llega a recordar parlamentos íntegros de Los miserables de Víctor Hugo (Winétt 1951, VIII-X).

Pero como señorita de su tiempo que era, y puesto que "dominaba las artesanías de la cuotidianidad," al decir de Pablo de Rokha (Winétt 1951, XCVIII), no sólo escribe sino que también canta y toca el piano. Algo, por otro lado, frecuente en las "niñas" de buenas familias. En este sentido, Adolfo Pardo, recuerda que "en la práctica la educación continuó, por una cuestión de hábitos y costumbres, reservada a los varones." Sin embargo, al referirse a las mujeres de clases acomodadas, destaca que éstas podían tomar lecciones de música, leer a los poetas grecolatinos y alguna novela francesa de carácter romántico y educativo. Su formación se completaba con "labores de mano y buenos modales de una dama," como preparación para el matrimonio. También, y como parte de la formación religiosa, debían conocer el catecismo y las Vidas ejemplares de los santos" (Pardo 1995).

Al respecto conviene evocar la educación recibida por Luisa Anabalón Sanderson, así como su "presentación" en sociedad, a través de los ojos, siempre idealizadores, de Pablo de Rokha:

De adolescente cantaba con voz de soprano las hermosas arias de antaño. Era como la alondra de la aurora finisecular del romanticismo, el año 15, a los veinte años, en su dulce y triste silueta, y devino hija del pueblo, por la honradez temperamental rotunda. Fue la biznieta de los pioneros de la minería venida a menos en la vecindad metropolitana y su canción los cantó sin proponérselo.

Llenaron su coche de flores cuando "Juana Inés de la Cruz" saludó a D'Halmar en el Salón de Honor del Ateneo, y cantaron los poetas su belleza (Winétt 1951, XCV).

Poco después Augusto D'Halmar (1882-1950) se hará de nuevo presente, esta vez como referencia literaria, pues una cita de este autor servirá para inaugurar el libro Horas de sol (Prosas breves) (1915): "Inquiere donde haya un corazón, pues solo una cosa precisa buscar en esta vida y esa cosa es El Corazón."

Consideramos conveniente incluir el perfil más completo que de esta "niña" hace el que luego será su compañero hasta la muerte, Pablo de Rokha (1894-1968). En un largo texto, fechado el 25 de octubre de 1951, que corresponde al primer aniversario de boda sin la amada -la pareja se casa el 25 de octubre de 1916. Winétt muere el 7 de agosto de 1951-, se alude a los primeros años, a su infancia en Antofagasta, a su participación en las Veladas de Gala organizadas para celebrar el centenario -1910-, a su romanticismo y a sus primeras obras publicadas:

Nacida en 1894, en Santiago de Chile, recogió la depresión económica-crepuscular del martirio de Balmaceda, a las orillas del enorme Mar del Sur de Antofagasta, en donde sucede la infancia maravillosa de esta criatura nueva, en quien la imaginación aporta el aborigen prehistórico al insular y a la heredad de la España de su antepasado conquistador y "LETRADO." Por eso adentro de la pequeña colegiala morena ruge el castillo feudal, y el barco pirata y los estruendosos y descomunales prisioneros, acarician a la doncella en la novela de humo. El ilustre, irremediable rol arcaico resuena su querella en las Caballerías polvosas, el juglar trovador y el clérigo de la retórica dan prestancia al lenguaje infantil del subconsciente, completamente inocente y profundo de tradición, y la niñita de asombro produce estupor en la familia, mientras de la mañana al atardecer, sueña frente a frente al gran Océano empapada de romanticismo. Deslumbra y se deslumbra en las Veladas de Gala del Municipal del "CENTENARIO," en aquel Santiago de ese entonces lejano, con la mansión señorial de las "Cúpulas de Oro" del "cateador" afortunado, ya derrumbándose de herrumbre en su antiguo esplendor de sol de invierno del dinero. Brillaron sus "TOILETTES" de miel y violetas, en los saraos de boato de los vecinos acaudalados de la Plaza del Brasil o de la Quinta o de la Plaza de Yungay, barrios de lujo del 910, en los que la juventud danzaba los dulces melancólicos valses y ella recibió el homenaje adolescente, como lo concentró cuando publicó "LO QUE ME DIJO EL SILENCIO" y "HORAS DE SOL," al rebotar todos los elogios en su corazón de Octubre" (Winétt 1951, C-CI).

Dos obras éstas que firma con el nombre Juana Inés de la Cruz. Un primer libro de poemas, Lo que me dijo el silencio, y otro de prosa poética, que titula Horas de sol (prosas breves). La opción de esta identidad no parece gratuita, pues, sin lugar a dudas, nos evoca a la escritora mexicana Sor Juana Inés de la Cruz, a pesar de que Julio Molina Núñez, uno de los editores de Selva Lírica. Estudios sobre los poetas chilenos (1917), al incluir los versos de esta autora destaca que el suyo es "un pseudónimo que nada tiene que ver con el nombre de la sermoneadora sor y poetisa mejicana" (Molina 437), aunque bien es verdad que no aclara el porqué lo dice. Con todo, creemos que se trata de una estrategia para escapar de la sujeción familiar y de los prejuicios sociales, pues al asumir esta máscara logra disfrazar la intensidad de sus sentimientos. La búsqueda de una nueva identidad a través del bautismo que le proporciona este nombre de la tradición literaria debe leerse también como una lucha por la libertad, la libertad de escribir y de publicar, la misma que persiguió la monja mexicana. No olvidemos que, como apuntamos más arriba, la época imponía una serie de restricciones a las mujeres y bien asumían el enmascaramiento o bien optaban por el silencio, pero un silencio que, como anota Adriana Valdés, aún cuando se refiera a otra escritora chilena María Luisa Bombal (1910-1980), es también una estrategia, "la más inteligente [...] que puede adoptar el esclavo, que cultiva cuidadosamente su tono de asentimiento para preservar el único espacio que le queda, el imaginario, cuando los otros se han apropiado de todo el espacio real" (1996, 194). Esto debió pensar Juana Inés de la Cruz cuando titula su obra de esta manera: Lo que me dijo el silencio.

Denominación esta, por otra parte, cargada de fuerte significación, pues otra escritora chilena del mismo período, Teresa Wilms Montt (1893-1919), publicará en Buenos Aires su libro Cuentos para los hombres que son todavía niños (1919) y lo firma mediante un caligrama: Teresa de la †. Esta elección de dos identidades tan significativas nos conecta de nuevo con lo apuntado por la escritora Rosa Montero, quien refiere que un travestismo más común y admitido socialmente al que recurrieron durante muchos siglos las mujeres fue el religioso, esto era, vestir el hábito. El convento fue a menudo una obligación social, un encierro y un castigo, pero para muchas mujeres fue también aquel lugar en el que se podía ser independiente de la tutela varonil, leer, escribir, asumir responsabilidades, tener poder, y desarrollar, en fin, una carrera. Ha habido monjas maravillosas por su nivel intelectual o su capacidad artística, como santa Teresa o sor Juana Inés de la Cruz (1996, 23).

El enmascaramiento fue un "arte" practicado por muchas, a tenor de lo que nos depara el recorrido chileno que nos lleva desde 1900 a 1940 y en el que ellas se desearon otras y asumieron nuevas identidades. Valga como ejemplo algunos nombres: Lucila Godoy Alcayaga (Gabriela Mistral), Mariana Cox Méndez de Stuven (Shade), Elvira Santa Cruz Ossa (Roxane), Inés Echeverría de Larraín (Iris), Delia Rojas (Dellie Rouge), Esmeralda Zenteno (Vera Zuroff ), Tilda Brito Letelier (María Monvel), Zulema Reyes (Chela Reyes), Tegualda Pino (Gladys Theim), Ester Huneeus de Claro (Marcela Paz), Ritas Salas Subercaseaux (Violeta Quevedo), Carmen Margarita Carrasco Barrios (Carmen de Alonso), Enriqueta Petitpas Cotton (Henriette Morvan)... (Lamperein 1994, 55-104).

Ahora bien, antes comentábamos las dificultades con las que se encontraban las mujeres a principios del siglo XX, máxime cuando querían que sus escrituras formaran parte del espacio público. Manuel Magallanes Moure parece reflexionar a este respecto y en el "Prólogo" que hace a Horas de sol deja muy claro, desde el principio, los inconvenientes sociales que existían para el género femenino y el disfraz que se le imponía: el de ángel del hogar. Por ello, cuando alude a la vocación artística de Juana Inés de la Cruz señala que, más allá del "falso pudor, del convencionalismo social," ha podido ver el "alma de esta niña excepcional que nos habla del amor con más confianza y más pureza que las que seguramente pondrían otras de su edad en describir las faldas superpuestas de un traje de moda" (II). Pero, además, añade:

En tanto que nuestra juventud femenina, tiranizada por el atavismo y la educación, languidece bajo el frío y pesado ropaje de los ángeles, que según costumbre antañona va pasando de madres a hijas; en tanto que las doncellas de nuestro país, apretadas hasta el ahogo por el ceñidor de una moral extrahumana y antinatural, se ven forzadas a disimular y a callar lo que sienten, sin dejar de sentirlo, y sintiéndolo acaso con más acritud por cuanto están obligadas a guardarlo bien adentro de sí mismas; en tanto que nuestras jóvenes representan ante el mirar imperturbable de la vida la comedia de las virtudes aparentes, es decir, la comedia del cielo, una niña escapada de escenario a media luz, libre del disfraz angélico, que puede ser muy bonito y muy cándido, pero que al fin y al cabo es un disfraz, una niña toda ella, alza ante Dios sus brazos frágiles y en un grito de sinceridad le dice: "Voy hacia ti" (II-III).

Más adelante destaca que muchos se llamarán a escándalo por este libro, pues es consciente de que "las buenas conciencias" no entenderán el verdadero alcance de esta escritura, aunque lo que no comprenden, y desde luego no aceptan, es la existencia de una literatura femenina:

Habituados a como estamos a que nuestras damas escritoras -salvas sean muy escasas excepciones- pongan su sensibilidad y su inteligencia al servicio de la iglesia, de la cocina o de la moda, con abstracción de otros asuntos que pueden ser para ellas, y para todos, mucho más interesantes, y que lo son, a no dudarlo; acostumbrados a que la literatura femenina, la verdadera, la humana, la que es vida, sea huerto cerrado para las autoras solteras, y recinto sospechoso para las casadas jóvenes, y aún terreno algo compromitente para las matronas de larga experiencia y de prole numerosa (Magallanes, V).

No es extraño entonces que muchos de los que aclamaron Lo que me dijo el silencio presenten sin embargo tales prejuicios. Tal es lo que se desprende de una anécdota relatada por Magallanes Moure, quien cuenta que un amigo, mal poeta, pero "admirador fervoroso de lo bueno que otros escriben," le señaló que aunque admiraba a Juana Inés de la Cruz no la conocía ni quería hacerlo, "porque una mujer literata.... ¡Debe de ser una calamidad!" (VII). A lo que Magallanes le responde que Juana Inés no es una literata: "es una artista" (VII). Y para justificar su afirmación y demostrar que la escritora se halla lejos de ser una bas-bleu, una marisabidilla, pasa a ofrecer datos sobre ella, aunque lo que en verdad hace es describirla físicamente, obviando completamente su poesía:

Una mujercita frágil, espigada, con graciosos arrebatos infantiles y ondulaciones algo lentas. Ojos negros, hondos. Ojos orientales. Ojos ante los que usted, poeta amigo, se echaría instintivamente hacia atrás, para no vacilar, para no caer, para no precipitarse en el abismo de ese mirar oscuro, que atrae, que atrae... Boca fresca, reidora. Manos pequeñas. Pies como mirados con un anteojo invertido. Una monería de pies. En seguida, un espíritu de esos que llamamos vivo [...] un espíritu místico (VIII-IX).

En la misma línea se expresa Claudio de Alas (Cruz 1915b, 149), quien, al hacer mención de la autoría femenina relata lo siguiente, y lo reproducimos porque en sus comentarios se deja oír el eco de la época:

Siempre tuve un amable desdén por todas las mujeres que escriben (Perdón, señoras!)...
El cansancio de lo banal, me ha hecho suponer que ninguna de vosotras tenía alma...
Bellas muñecas semi-pensantes y, nada más!
Pero de cuando en cuando, nuestra mentalidad y nuestro corazón, se sienten sorprendidos por extrañas voces. Por eso digo ahora que hay mujeres que tienen alma.
Un libro escrito por una mujer, siempre me ha producido la rara impresión de un abanico pintado por un titán.

Pese a las aprensiones que suscita la escritura femenina y, en concreto, la obra de Juana Inés de la Cruz, lo que no se puede negar es que su primer libro alcanzó algún éxito, pues de otra forma no se explica que el editor, H. Fernández, haya incluido algunos juicios críticos en Horas de sol, unos pocos "de los muchos que ha merecido" (141). Para algunos -Omer Emeth-, Lo que me dijo el silencio "es el [libro] más sinceramente poético publicado en estos últimos tiempos" (Cruz 1915b, 142).

Lo que me dijo el silencio es una obra cuya estética responde a los presupuestos románticos, aun cuando en este período el modernismo ya se había difundido gracias, entre otras, a la producción poética de Rubén Darío, quien además residió en Chile durante 1886-1889. Pero, recordemos, como ya lo hacía Naín Nómez (1997) más arriba, que en Chile, desde un punto de vista cultural y literario, se vivía un momento de diversidad discursiva y temática como nunca se había desarrollado hasta ese momento, pues a la misma vez que se cultiva una poesía social y popular, se reacciona contra el modernismo y Vicente Huidobro da a conocer su creacionismo... Mientras tanto, Juana Inés de la Cruz, al parecer siguiendo de cerca lo planteado por Rubén Darío en "La canción de los pinos" -El canto errante (1907)-, "¿Quién que Es, no es romántico?" (2000, 67), se aparta de los postulados modernistas.

Hasta esa fecha, 1915, hallamos a Juana Inés de la Cruz asumiendo dicha identidad poética en las dos únicas obras que firmó con tal nombre, pero la máscara cambiará precisamente ese año, ya que será en esta fecha cuando se ponga en contacto, vía epistolar, con Carlos Ignacio Díaz Loyola -otro enmascarado-, luego conocido como Pablo de Rokha. Juana Inés le hace llegar un ejemplar de su primer título acompañado de una foto. El poeta confiesa en sus memorias El amigo piedra, en un capítulo que denomina "Los años trágicos," "años de cantos y de llantos," que al recibir dicho correo en su casa de Talca tomó enseguida una determinación:

En este instante del Gólgota suena la puerta, porque golpean con violencia de trinchera su maderamen de barco sin agua, en la oquedad de los hogares desocupados y el cartero me da un envío: Lo que me dijo el silencio. Yo leo, hojeo interesándome. De repente, me hago el dueño de mi alma y mirando el retrato, le digo a Mejías -Me voy a Santiago a casarme con ella (1990, 111).

Al poco tiempo recibe de nuevo noticias de la escritora:

Juana Inés de la Cruz me envía otro libro, Horas de sol, y a su balbuceo de inocente confidencia, el salvaje que soy le responde con el amor del bruto golpeándola con el lenguaje, porque así es la ternura del hombre, entonces y en todas las épocas. En Licantén recibo y respondo con vocabulario que ella entiende, como entienden las mujeres, que tras la violencia está la derrota del enamorado (1990, 112).

Si esto ocurre en 1915, más adelante, ya en 1916, después de viajar a Santiago de Chile para conocerla, hará de ella una descripción más completa, y que incluye en un capítulo que titula "Una gran paloma de oro vuela sobre plata:"

Juana Inés de la Cruz es menuda y pálida, como su pseudónimo, esbelta, el pelo de sombra, el talle vibrante, emocionante y floral, los ojos oscuros, latinamente morena. Ríe y habla sonriendo con una gran dulzura juvenil, porque es clara y franca como agua, de misterio de pequeño océano y transparentemente lúcida como plúmula o viñedo. La personalidad le estalla en mil ardiendo y gimiendo amorosamente y la luz la traspasa, la perfora, la anega multiplicándola, con la sensación de hacerle cien retratos en la fotografía del universo. Fina y linda como flor de sol, parece que se va a volatilizar al tocarla. Es la criatura lejana, evaporada que posee como un minimun la vida física y es, irreparablemente, espíritu, es decir, la sensibilidad cardiaca en piel doliente y contradictoria. Pero hay además en ella la belleza de condición frutal de las adolescentes. Escribe en lenguaje interior un poema delicadísimo, mínimo y lírico, poesía de golondrina que define su distinción de zafiro, que es el color del amor y del romanticismo, del dolor heráldico, del terror dramático en el infinito femenino de quien nació para ser amada, como un personaje de novela en la novela de las existencias heroicas. Tiene mirada grande y pies pequeños como besos.

Su actitud es la cristalinidad de los predestinados ingenuos con talento modesto, soberbio, tremendo de mártires y sus poemas dan la sensación de estar escritos con agua de rosas de sombra, en papeles amarillos.

Atónitos, nos paralogizamos de sentirnos viejos amigos en el ancho afán del mundo y ella comprende todo lo que nos decimos sin hablarnos. Pero yo estoy ciego por la primera vez frente a frente a mujer alguna, por un resplandor furioso, deslumbrado y aterrado como Job ante Dios o como Esquilo y cuando, recuperándome hablo, lo hago soñando, porque comprendo que enfrento mi destino y me brama el alma de tocarlo con mano cansada de hombre, porque puedo romperme los dedos. Ella ríe, seria, y su dominio se esplende en melodía, en ingravidez fluida, en armonía irreparable. Sospecho que entiendo mi cuerpo y el corazón emprende la carrera desorbitada de su imagen. Con Juana Inés a la espalda como un fantasma cargado con la fotografía de su ideal interno. Desde el minuto éste en el cual el tiempo se detiene, como el sol de Josué en los siglos, jamás nos separaremos.

Su literatura, tan romántica, como su voz cargada de pisadas de sueño, es la novela psicológica de la niña mimada que anhela un rompimiento general con el ambiente y lo expresa en actitud de gran herida melancólica. Versos de fuego, por ardido tibio, bendito y crepuscular, dan la tónica de su pulso. Es como un piano doliente su vida o una gran música que se empequeñece a fin de hacerse inteligible. Hay, además, una triste lluvia en su mirada. Y la amarga encrucijada de la adolescencia le afinó el corazón con los hechos abstractos que, como se soñaron, son pasados como frutos densos. Yo escucho, estupefacto, su personalidad de música. "Hasta la libertad de sufrir -dice- me amarra al cariño de mis padres" (1990, 115-116).


Quizá por esto último Lo que me dijo el silencio está dedicado a sus progenitores: Indalecio Anabalón Urzúa y Luisa Sanderson Mardones, quien decía poseer el título de condesa de Valle Umbroso (Nómez 2000, 122).

Juana Inés de la Cruz será, entonces, la identidad que corresponda a su primera etapa de creación, a sus primeros versos, que culminará cuando conoce a ese "animal feroz," como se autodenomina Pablo de Rokha (1994, 82). No obstante, ese nombre no la abandonará nunca, pues en una suerte de proyección una de sus hijas nacida en la década del veinte se llamará precisamente así: Juana Inés.

En el mismo período que asume la autoría como Juana Inés de la Cruz hace su aparición Ivette, subjetividad poética que se deja ver en su obra Horas de sol. En estas sus Prosas breves hay cinco de ellas en las que aparece: "A media voz" (35-40), "Charla" (47-55), "La muerte de las rosas" (77-82), "¡Quedaron abiertos...!" (83-87) y "En el saloncito azul" (103-109). En todas ellas se alude a una niña incomprendida por un hombre que es a la vez "niño," y que, por ello, no ha sabido descifrar lo que se esconde tras el silencio de la amada: "lo que se oculta bajo la sombra enfermiza de mis ojeras y entre mis labios temblorosos que no pueden jamás decirlo todo" (1915b, 40). Por este motivo recurre a la naturaleza, para que ésta vuelva hacia él sus encantos y de esta manera el amado, al divisar el río, la flor de azahar, las piedrecillas y las nubes, no tenga más remedio que recordarla a ella.

En "Charla" Ivette se identifica con la narradora, la que cuenta historias, oye juicios y entretiene a sus amigos, pero, sobre todo, con aquella que aprueba la idea, tan romántica, de que se debe sufrir por amor (1915b, 54).

"La muerte de las rosas" revela a una joven de dieciséis años que interpela al poeta que no se conmueve, ella que ama "la descifración del misterio" (81). Un poeta que al final se lamenta del desamor, de que esta mujer no haya podido llenar su vida, "porque él no ha sabido crearla para comprenderlo..." (82). Como el mito clásico de Pigmalión, la mujer ha de ser modelada por el hombre.

"¡Y quedaron abiertos!...," una mujer enamorada de un artista, con locura, con des- esperación, pero éste prefiere mirar a otra mujer, "una mujercita, todo exterior" (87).

Por último, "En el saloncito azul" Ivette, la romántica, como una "figulina de Tanagra," la irónica, cuenta sus "confidencias rojas... (aquellas que el confesor de la parroquia cercana habrá de oír horrorizado)" (106). Así sabremos que conoció a un poeta de luenga melena que la miró doliente desde una butaca de teatro, pero que al final lo dejó ir porque ella era una señorita. Sin embargo, guarda oculto un retrato de él tras el cuadro de la Madonna de Rafael. El amado es definido de la siguiente manera: "Un poeta, es un hombre como todos, habla como todos y acaso sea un poquito más falso que el resto de la humanidad..." (107). Su apariencia bohemia es lo que la ha enamorado: "esas melenas, esos chambergos y esas corbatas que ondulan son sugestivas. Un hombre sin esas cosas no me hace la ilusión de un poeta" (108).

Una cosa queda patente en estas prosas, Ivette equivale a la representación de la subjetividad romántica por antonomasia. La joven incomprendida que sufre por amor, la que sueña con el Ideal, personificado este en la figura de un poeta de "luenga melena"y "mirada doliente:" la heroína misteriosa y triste cuyas emociones se debaten entre el amor y el dolor del desengaño (Nómez 1996, 489).

Ivette se difuminará con el tiempo hasta que Pablo de Rokha, en el más puro estilo western -al decir de Naín Nómez (2005)- le ganó su esposa Luisa Anabalón Sanderson a su suegro, un coronel de ejército, aterrado de un enlace tan siniestro para su genealogía. Se inicia así una relación que acabará en boda, a pesar de la oposición de los padres: "Nos casamos solos y pobres, la hija única de un jefe de clan militar y yo, un provinciano estrafalario" (Pablo 1990, 117). Roberto Huneeus y Pedro Prado fueron los padrinos, el enlace se celebró el 25 de octubre de 1916. La hija, Lukó, al referirse al matrimonio subraya que los abuelos maternos nunca le perdonaron a Winétt que se hubiera casado, "les parecía inaudito que una joven tan hermosa, con una situación económica estable, se enamorara de un escritor huérfano de bienes materiales. Entonces les cerraron las puertas de su casa y si alguien preguntaba por ella respondía que se había casado con un hacendado muy rico que tenía fundos en el sur" (Lukó 1990, 246). Años después, según Pablo de Rokha, Pedro Prado le advierte a Indalecio Anabalón Urzúa, padre de Luisa, que esta pareja es muy extraña: "ella está ciega, él la domina y es celoso" (Pablo 1990, 129). Aunque algo similar, en cierto modo, reconoce también Lukó de Rokha, porque según ella el amor de su padre por Winétt era tan desmesurado "que lo hacía egoísta" (240), "él la acaparaba" (241). De esta unión nacerán nueve hijos, de los cuales sobrevivirán siete: Carlos, Lukó, Juana Inés, José, Carmencita -muerta a los pocos meses de haber nacido-, Tomás -que fallece a los dos años de escarlatina y a quien Winétt dedicó el poema "Canción de Tomás," Cantoral (Winétt 1951, 55)-, Pablo, Laura y Flor.

A partir de 1916 usará el pseudónimo de Winétt y comenzará una nueva etapa no sólo en lo personal sino también en lo literario. Durante el que será el primer invierno de casados, ya instalados en Barrancas, donde Pablo de Rokha ejerce de preceptor de Escuela y Juana Inés enseña a leer a los pequeños, nuestra autora aprovecha para tocar a Chopin, en el piano que vino de Talca, pero también para leer y escribir intensamente. Otros serán ahora los modelos literarios, a tenor de lo que se nos narra de este período:

Estamos arrinconados, gozando un bienestar dulce y triste, al que la lluvia da una tónica como de lujo amargo en la pobreza; yo escribo y ella escribe; es Cervantes el compañero absolutamente predilecto, leemos y leyendo leemos y nos vamos echando al corazón toda la literatura y toda la filosofía de todos los signos y de todos los pueblos. Pasaron los años Verlaine-Baudelaire-Corbiere [...] Whitman [...] la Biblia y los profetas hebreos o el Apocalipsis, la poesía popular, el Dante, Job, Cervantes, los libros-madres de todos los pueblos: el Chu-King, el Romancero Castellano y el Mio Cid, el Corán, el Ramayana, el Mahabarata, Homero, Esquilo, Sófocles, Eurípides [...] el Libro de los Muertos de los Egipcios, Laotsé, Litaipó, Los Vedas, Rabelais [...] Los Nibelungos, la epopeya, lo épico, la epopeya heroica [...] Nietzsche [...] Guerra Junqueiro, Verhaeren [...] Lautréamont [...] Rimbaud (Pablo 1990, 125).

Respecto al nombre Winétt, su esposo señala que fue a partir de de la antología de Julio Molina Núñez y Juan Agustín Araya (O. Segura Castro), Selva lírica. Estudios sobre los poetas chilenos (1917), cuando aparece por primera vez su pseudónimo Pablo de Rokha, no así el de nuestra autora, que en esta obra figura recogida como Juana Inés de la Cruz. Por tanto, será después cuando Winétt de Rokha se presente como una nueva identidad poética. No podemos dejar de mencionar que en el breve comentario que Julio Molina Núñez hace de Pablo de Rokha y de su "transfiguración estética" destaca el papel que en todo ello jugó su "humana Musa:"

De la neblinosa Montaña bajó al Llano en que los mortales soñamos y vivimos. Llegó convertido en Pablo de Rokha, personaje dual y simbólico que sufre la pasión de ir hecho un hombre por los caminos.

Ante él la materialidad grosera de lo vulgar, común y cuotidiano, desaparece para no contemplar sino los aspectos superhumanos y selectos de las cosas y acontecimientos de la vida terrena. Pablo ama con amor pleno, integral, a una humana Musa, a un adorable ser de poesía, cuyos grandes ojos hipnóticos le han sugestionado como a un mortal cualquiera. Ha construido un proemio, raro, espasmódico, incoherente, quizá, para el último libro poético, aún inédito, de los compuestos por su bien Amada. Y en esos prolegómenos, de factura inaudita y de una audacia verbal sin restricciones, se alternan bizarras metafísicas y estéticas que flotan en una onda de intenso amor emocional a la vez que ideológico, sensual y positivo a la vez que platónico y romancesco.

Es de esperar que el espíritu bullente y errátil de Pablo habrá de serenarse al través de la llama del amor y la caricia del epitalamio. Mas, Pablo, ¿qué será de ti? ¿Florecerás poemas? ¿O serás, como alguna vez tu dijiste, solo carne, carne, carne?... (Molina Núñez 1917, 219).

Este juego de máscaras con las que se cubre nuestra autora hasta este momento será motivo de reflexión para Pablo de Rokha, quien en su obra Los Gemidos (1922), al recrear a la amada -"la niña"-, enunciará:

Te llamas Luisa, Inés, Julia, María, te llamas María, -"como en las novelas!.."-, y estás de novia, estás de novia, estás de novia siempre, siempre estás de novia.

Oh, hembra enorme, mujercita romántica, poética, mujercita encantadora, mujercita: que importa, que importa que GOCES leyendo a Rovetta cuando tu actitud, tu actitud, tu actitud sola, sola es tan definitiva como el MUNDO?..!.. (Pablo 1994, 181).

Pero, a pesar de todas las denominaciones, los diferentes nombres, en el día a día de esos años, en el deambular cotidiano de ambos poetas, la realidad será siempre otra: "aquí sobre este coche anciano y destartalado, aquí, soy Carlos Díaz Loyola, y ella es Luisa Anabalón Sanderson de Díaz, dos rotito acaballerados, intrusos, peligrosos, violentos, atrevidos.... (Pablo 1990, 128).

Julio Salcedo C., vicepresidente de la Alianza de Intelectuales de Chile, respecto a las construcciones de las subjetividades de esta autora, considera que las tres identidades asumidas no hacen más que corresponder a tres etapas bien definidas, no sólo en lo biológico sino también en lo literario: infancia, adolescencia y madurez

Luisa Anabalón Sanderson, se llamaba en el mundo profano. Al profesar, en su adolescencia en la religión de la poesía, tomó el nombre de Juana Inés de la Cruz. Es su infancia poética y a esta época corresponde Lo que me dijo el silencio y Horas de sol, poemas saturados de un juvenil romanticismo.

Winétt de Rokha adviene al mundo de las letras con Formas del sueño, himno que la sitúa en la vanguardia de la poesía americana. En 1936 publica Cantoral, que es la primera expresión chilena de una mujer ante los trágicos problemas del hombre contemporáneo en su lucha con el medio social. En 194[3] aparece Oniromancia, líricos poemas en los que rebalsa un fervor nobilísimo de amor a la vida" (Winétt 1951, LXX).

Una nueva identidad hará su aparición unos años más tarde. Esta vez la máscara tiene nombre de varón: Federico Larrañaga. Un disfraz masculino para ocultar al pintor "Larrañaga melancólico." A partir de 1927 Pablo de Rokha insiste en resaltar esta actividad de su compañera: "Winétt está pintando Larrañagas y Larrañagas y Larrañagas, está pintando, está pintando, y yo vendiendo de pueblo en pueblo, furiosamente" (1990, 147). Una actividad a la que ambos dedicarán mucha energía, Winétt como artista y Pablo como vendedor:

Todos los últimos tiempos de Santiago, desde la aparición de Suramérica, están llenos de cuadros, asombrosamente llenos de cuadros de un pintor, en azul, del paisaje fluvial- lacustre-volcánico de Chile: Federico Larrañaga. El comprador se queda mirando con la boca abierta y las hileras de atardeceres azules, con amarillo sangriento por dentro y "violetas delicuescentes," "evanescentes," "palidescentes" en los que Winétt de Rokha trabaja pintándolos contra su ser, contra su pintura, contra su voz y su mano artista, y yo trabajo vendiéndolos, aguantando los desmayos y el vocabulario de la clientela, cuando dice por ejemplo. "¡Ay!, qué hermoso, quién viviera en aquella casita tan blanca y tan roja, entre los sauces amarillos" (1990, 146).

Su hija Lukó aporta nuevos datos al respecto, entre otros menciona cuál fue la verdadera motivación que llevó a su madre a tomar el pincel sin abandonar la pluma, aunque nunca desvelará cuál era el nombre que usaba para la ocasión:

En una época en que las cosas económicas no andaban muy bien, papá agregó a la venta de sus obras, cuadros del pintor José Romo Vargas, a quien mi padre daba casa y comida, a él y su familia integrada por seis personas. El único compromiso era que pintara y le entregara un cuadro al mes, lo que Romo no cumplió o cumplió muy mal, arguyendo que un artista no puede forzarse a pintar cuadros par la venta. Mamá dijo entonces: -Como yo no soy pintora, podré hacerlo-. Y comenzó a pintar unos paisajes con mucho colorido, sin haberlo hecho nunca antes. Por cierto que aquellas producciones pictóricas no tenían ningún valor artístico, pero la gente se embelesaba contemplándolas. Pintaba hasta cinco paisajes en un solo día, que por cierto firmaba con un seudónimo (1990, 321).

Pero no será ese el único disfraz de hombre, según Naín Nómez también adoptará circunstancialmente el seudónimo de Marcel Duval Montenegro, y esto lo hará para firmar artículos polémicos (Nómez 1996, 488).

Con todo resulta sumamente curioso que pese a las diversas identidades asumidas por Luisa Anabalón Sanderson, sin embargo siga siendo vista como una "ñiña." De esta forma, aparece en los poemas de Pablo de Rokha, quien en Los gemidos (1922) la recrea como una infante, una colegiala, una amiguita, una hermanita, una muñequita, una nena... Con ella establece una relación de dependencia, de amo o esclavo -"Soy tuyo, azótame la espalda y encadena con besos sencillos al animal feroz que elegiste por amo" (1994, 86); "cuéntame tus someras y errantes añoranzas, haz feliz a tu pobre esclavo triste" (89), "Asesíname a caricias" (95). De padre e hija -"Tu silueta infantil y frágil de impúber colegiala impúber se perfila en mis ojos paternales" (89); de abuelo y nieta -"Yo soy tu abuelo [...] ven, siéntate sobre mis rodillas y arrúllame el corazón" (87). Pablo de Rokha, una vez fallecida Winétt, le confesará a su hija cuál era la percepción que siempre tuvo de su esposa: "Luisita disfrutaba tanto con todas las cosas. Hasta el final de su vida siempre tuve la impresión de estar casado con una niña. Su mirada era siempre luminosa y tenía una risa tan fresca" (Lukó 1990, 309). Quizá por ello, en la intimidad del hogar, de puertas adentro del corazón, la llamará siempre Luisita (Pablo 1990, 132), "Luisita [...], mi hijita" (1990, 137).

Pero no pensemos que esta idealidad de la niñez era así concebida sólo por los ojos amantísimos de Pablo de Rokha, Magallanes Moure, en el prólogo a Horas de sol, enfatiza en el hecho de que Juana Inés no es más que una "niña artista"

que siente más que otras, [...] que cuenta lo que otros callan, y lo cuenta bellamente; una niña que, como todas nuestras niñas, habla con frivolidad, ríe con frescura, reza con fervor, cose, teje, confecciona sus propio sombreros, toca el piano. No hay en ella pedantería: ni siquiera se acuerda de mentar libros o de citar autores. Nada de extraordinario en esta criatura excepcional: nada más que el don divino de la emoción y la facultad de expresar de hermosa manera lo que siente. Nada más que el ser una artista" (1915b, X).

Una voz que encierra: la crítica

Resalta Naín Nómez que "Winétt de Rokha ha sido doblemente oscurecida por la crítica literaria chilena: por ser esposa de Pablo de Rokha y por escribir una poesía que oscila entre el intimismo casi ingenuo de sus primeros poemas, la protesta social de su segunda etapa y el surrealismo casi críptico de sus últimos textos" (Nómez 2000, 124). Quizá las diversas etapas y estilos poéticos por los que transitó hayan dificultado su conocimiento y el de tantas otras escritoras, pero, entonces cabe preguntarse por qué no ocurre lo mismo con otros poetas de la misma época, en este caso varones, como, por ejemplo, con Pablo de Rokha. Si, además, atendemos al panorama literario en el que se inserta Luisa Anabalón Sanderson, la variedad estética era un hecho. En este sentido, por esos años, sobre todo a partir de 1916, hallamos una poesía vanguardista, rupturista, junto a otra que continuaba la estética romántica y modernista. En el segundo grupo descuella la obra de algunas autoras que más tarde han sido silenciadas o invisibilizadas:

Una vasta producción poética de mujeres que se integra a la tradición anterior, pero empieza a regenerar sus propias formas discursivas a partir de una asunción personal interiorizada. Las más destacadas fueron Gabriela Mistral, Winétt de Rokha, Teresa Wilms Montt, Olga Acevedo, María Monvel, Chela Reyes, Gladis Thein y Aída Moreno Lagos, pero con excepción de la primera, sus obras no han dejado de enquistarse dentro de una marginalidad exótica. El caso de Mistral, merece un comentario aparte, ya que es modélico y ejemplar y sobre las transformaciones de su crítica se ha abundado bastante. En Chile, si bien Mistral escapa al desconocimiento (entre otras razones por la congruencia de la escenificación simbólica de su figura de educadora en el proyecto de la modernización latinoamericana), las demás poetas del período desaparecen, se disgregan en los movimientos hegemónicos o se recuperan en la ideología difusa de un folclor biográfico que diluye las proposiciones estéticas o ratifica una anormalidad sicológica, más de moda en ese momento que la discursiva. En los últimos estudios sobre Mistral se ha revelado problemas como la transgresión religiosa y sexual, el enmascaramiento discursivo, la multiplicación de las identidades a través de las huidas, las ausencias, los desplazamientos y exilios; la represión de género y la sublimación maternal, el tema de la doble escindida, la patria fantasmal y el desvarío poético, elementos que conforman un universo en ruptura permanente con la imagen de la maestra elevada al rango de animita momificada o de la madre frustrada y sin hijos, donde la recluyó la crítica más tradicional (Nómez 2000, 16).

Ahora bien, si Gabriela Mistral supone una excepción, Juana Inés de la Cruz, Olga Acevedo y María Monvel, entre otras, han sufrido un claro ocultamiento y sus obras resultan ser unas grandes desconocidas. Si alguna vez estas escritoras fueron alabadas por la crítica, posteriormente han quedado fuera de todo reconocimiento, "si acaso sus producciones ocupan un lugar secundario en la canonización del sistema literario chileno" (Nómez 1998). Quizá hasta podemos sostener que esas identidades y construcciones de las subjetividades con las que se ha "enmascarado" nuestra autora es lo que la crítica ha escamoteado al subrayar de todas las que era la vertiente poética en la que se "adivina" su sentido de chilenidad, ese que, como ella, "se vierte, heroica, hacia el amor de su pueblo" (Urzua 79). En La mujer en la poesía chilena7 (1963) se la presenta, en primer lugar, aludiendo a su seudónimo Juana Inés de la Cruz y, luego se dice que, junto a Olga Acevedo, Gabriela Mistral y Aída Moreno Lagos, aparece en Selva Lírica (1917). Sin embargo, estos datos no son del todo precisos, pues en esa última obra, elaborada por Julio Molina Núñez y Juan Agustín Araya, figuran recopiladas Gabriela Mistral y Olga Azevedo, en un apartado en el que se encuentran los precursores y representantes de las diversas tendencias modernistas; Berta Quezada y Juana Inés de la Cruz se reúnen en la segunda parte, que contiene a "los poetas clásicos, románticos, tropicales e indefinibles" (XX), y a manera de "reseña" tan sólo se citan algunas más: Mercedes Marín de Solar, Rosario Orrego, Victoria Barrios, Griselda Jiménez, María Stuardo, Alaide Jonquera de Romero, Tilda Letelier, Aída Moreno Lagos, Blanca M. de Lagos y Blanca Vanini Silva.8

No obstante, en esta antología, aunque a veces de manera muy escueta, se alude a cada una de ellas. Así, se considera a Gabriela Mistral una digna continuadora de la escritora Delmira Agustini (1886-1913), a quien se define como "extraña artista" (1917, 156), y, en particular, se hace hincapié en la obra Los cálices vacíos (1913) de la uruguaya, porque, según Juan Agustín Araya, en ella "depositó, con ingenio de audacias varoniles, la linfa purísima de sus ensueños insaciables, la sangre de sus dolores espesos y agitados y la leche fresca y fecunda de sus amores impetuosos" (156). De este modo, lo que se valora de la escritura femenina es que no sea tal, es decir, que no muestre "sensibilidad" de mujer sino "ingenio" de varón. Idea que se repite a lo largo de la impresión que despiertan los poemas mistralianos: "La poesía de Gabriela Mistral es nerviosa y firme. No hay en ella vagidos temerosos, sensiblerías mujeriles ni actitudes hieráticas" (156). Para reforzar esta observación, al referirse a "Los sonetos de la muerte" apunta que la autora chilena "vacío en viriles versos9 acerados su más puros sentimientos de nobleza" (1917, 156). Queda así, prontamente, esbozada la supuesta virilidad de esta escritora, estigma con el que deberá lidiar en los años venideros. Recordemos que lo mismo le ocurrió a Delmira Agustini, "virilidad" que se acusa, sobre todo, cuando la crítica trata de "descifrar" el erotismo que traslucen sus poemas. Zum Felde, entre otros, subraya la "raíz metafísica" o el "trascendentalismo viril" de esta autora:

Profundamente femenina, femenina hasta las raíces más oscuras y misteriosas del ser, la poesía de Delmira es también, no obstante, de una virilidad de pensamiento, por así decirlo, no alcanzada por ninguna otra poetisa, sólo encontrable en ella. La palabra virilidad parece, en este caso, dura, contradictoria y hasta absurda; quizá lo sea; pero, en verdad, no se halla otra, en nuestro limitado lenguaje de definiciones, para significar esa facultad suya de abstracción metafísica y de energía verbal característica de la mentalidad masculina (Zum Felde 1944, 325).

Curioso resulta que en Selva Lírica se establezca un ranking poético entre las féminas. Si Gabriela Mistral ocupa el primer lugar, le siguen Olga Azevedo y Berta Quezada, pero más atrás, y a mucha distancia, "con pasos lentos y penosos, viene Juana Inés de la Cruz, a quien pretenden darle alcance T. Brito Letelier, Victoria Barrios, Gricelda Jiménez y María Stuardo, que marchan en un grupo compacto disputándose tenazmente el puesto delantero" (222). Mención aparte merecen unas mujeres a las que se consigna bajo el epígrafe de "simples versificadores," y de las que, de modo peyorativo, se anota lo siguiente:

Y, por último, a paso de tortuga, van haciendo su jornada tomadas de la mano y rezagadas en una empresa imposible, las anémicas del arte, la mala yerba de nuestra literatura femenina: Loreto Urrutia, Blanca Vanini Silva y Blanca M. de Lagos.

Es necesario que estas tres últimas depongan sus quimeras artísticas. Es inútil oponerse al impulso práctico de sus temperamentos; jamás podrán dar algo bueno en materia de poesía. Sus primeras producciones deben ser las últimas. Cuando más allá o al borde de los treinta años, no se ha hecho nada revelador, y, por el contrario, la labor producida es añeja e insignificante, y la que se va produciendo demuestra, no estancamiento (que al fin y al cabo en esto podría abrigarse una ligera esperanza) sino un receso visible, es mejor, para tranquilidad de propias y extrañas conciencias, que rompan para siempre sus péñolas mohosas y estériles" (222).

No pueden dejar indiferentes las palabras que dedica a Berta Quezada, pues, al identificar lo escritural con los impulsos psicosomáticos, se llega a la conclusión de que "su estilo tiene impetuosidades de mujer neurótica" (432), lo que no hace más que ratificar una anormalidad psicológica, a la que también alude Naín Nómez (1998). Como si esto no fuera poco se refiere a su poesía, empleando un vocabulario "biológico" que caracteriza a la hembra: "estruja la idea para un feliz alumbramiento o aborta10 desgarros que repugnan al espíritu menos exigente" (432). Y termina la crítica mencionando la clase y condicionamientos sociales que envuelven a la escritora, lo que en parte recuerda aquella "comedia del cielo" o "de las virtudes aparentes" que debían representar las jóvenes de principios de siglo y a la que hacía mención Manuel Magallanes Moure en el "Prólogo" de Horas de sol (1915b, III): "No hay aburguesamiento en su poesía. Sólo hay extremos que acusan grandes esfuerzos o grandes cretinismos. Esta poetisa, que ya sería una realidad para las Bellas Letras si no viviera aplastada por los prejuicios del cuadrilátero de hierro en que encierran ciertos padres de América a las "hijas de familia," posee un fuerte temperamento artístico que dará bellos frutos cuando la vida misma sature sus ideales con esa cultura necesaria e imposible de capturar en las bibliotecas o en el estrecho círculo de un hogar hostil a sus aspiraciones" (432).

Por último, y en lo que atañe a Juana Inés de la Cruz, Julio Molina Núñez resalta que en el volumen Lo que me dijo el silencio la autora "explota el tema mínimo." Y se detiene en subrayar la incorrección "académica en sus versos," las "infracciones a la gramática y a la retórica" (437). A pesar de esta supuesta falta de rigor y estilo, compara su tono elegíaco al de Juan Ramón Jiménez y se asegura que aun cuando estamos ante una literatura temprana, "ya se diseñan en ella muñones de alas propias." Para finalizar, se vuelve a insistir en los estereotipos de lo masculino y lo femenino y, para ello, nada mejor que recurrir de nuevo a Gabriela Mistral. Si ésta, "ya consagrada, posee un estilo varonil; Juana Inés de la Cruz, incipiente aún, es intensamente femenina (437).

Años después, el 14 de octubre de 1945, pero en los mismos términos, Ludwig Zeller en El Diario establece un símil entre Winétt de Rokha y Gabriela Mistral, así afirma que la primera está a la altura de la segunda, pero con una diferencia, Winétt es "más femenina y humana, menos desgarrada" (Winétt 1951, LII). O bien, poco antes, el 11 de febrero de 1943 en Hoy, Andrés Sabella había considerado que ninguna poeta chilena se le parece, pero comparte con Mistral "las faldas del dios de las canciones." Ahora bien, si Gabriela es trágica, pétrea, "una especie de volcán erigido en el pecho de la vida," Winétt, por el contrario "avanza repleta de canastas de ternura, jugando con el arcoiris y con los niños" (Winétt 1951a, VIII). Otros críticos han establecido el mismo cotejo, pero para llegar a conclusiones muy diferentes. Tal es lo que ocurre con O. Segura Castro, el mismo que firmó como Juan Agustín Araya la obra Selva Lírica y cuyas "elocuentes" palabras sobre Gabriela Mistral, Olga Azevedo y Berta Quezada hemos mencionado más arriba. Este autor, en 1951, a la muerte de Winétt de Rokha, afirmará que ambas autoras merecen todo el reconocimiento, pero la diferencia estriba "en la injusticia de que a Winétt no se le ha condecorado, no se le ha tratado en nuestra tierra como ella se merece" (Winétt 1951, LXXVIII).

En el caso de Winétt de Rokha constatamos que la crítica, la tradición patriarcal, le ha asignado un espacio que podemos calificar de "doméstico," pues constantemente se la reconoce como mujer, madre, esposa y, por último, poeta. Al igual que le ha ocurrido a tantas escritoras, como por ejemplo Arinda Ojeda, dicha asignación será motivo para cuestionarse no sólo el roll sino la "esencia" de ser mujer. En el poema "Hacerse mujer," de su libro Mi rebeldía es vivir (1988), Arinda Ojeda se interroga sobre ello:

Tus sueños de niña
y los casi posibles sueños
de adolescente
ya se habrán esfumado con esta realidad
Madre-mujer, esposa-mujer, lavandera-mujer
pero
¿cuándo vas a ser mujer del todo? (Villegas 1993, 105)

Winétt muchos años antes en "La pregunta rubia" (Winétt 1951, 25-26) aludía a un cuotidiano recreado en la existencia de una pareja: Él, zapatero renegado; ella, seno de trapo y mirada caída de hoja:

De los días azules,
sólo vieron anocheceres,
hierro, suelas, utensilios enmohecidos.

El sordo maldecir,
la palabrota obscena y manoseada,
danzaba en las bocas amargas.

Sólo de cuando en cuando
caía un trino de las vigas.
"Mujer," ¿pusiste agua al canario?"


Juan Villegas sostiene que cuando se piensa en los supuestos de lo que es una poesía femenina en un sistema cultural patriarcal y la función de la mujer en el sistema social, se utiliza el discurso lírico como confirmador de un "modo de ser de la mujer," lo que ratifica un canon cultural y social que representa a la mujer como "sensible," "emotiva" centrada existencialmente en el amor, dependiente del hombre y de los hijos (Villegas 1993, 14). Por su parte, Sonia Mattalia llega a la conclusión de que con todo la escritura de mujeres ha tejido y escenificado con frecuencia estas particularidades:

Desde la mujer vaciada a la omnipotencia de la mujer-madre que lo puede todo; desde la mujer ausente, abstinente del mundo, a la mujer devoradora que se come el mundo; desde la disolución identitaria de la masoquista a la fálica seductora que hace de su cuerpo un estandarte; desde la irónica maldiciente que deniega sistemáticamente cualquier semblante fálico a la sierva sumisa que se ofrece toda ella al sacrifico. Muchas mujeres -sedicentes, irónicas, ilusionadas y desilusionadas- han tramado sobre esta extrañeza sus escrituras, desde Sor Juana Inés de las Cruz a las desenfadas narradoras actuales" (Mattalia 76).

El 7 de agosto de 1951 muere Winétt de Rokha y su compañero, quien la convirtió en un símbolo telúrico de madre y esposa, manifiesta su desconsuelo ante la pérdida. En "Winéttgonía" reconoce cierta satisfacción en el llanto, porque éste se convierte en un homenaje a la amada:

¿quién me va a consolar jamás, cuando no quiero más que el ser irremediable, y extraer de él la substancia desesperada de la espantosa alegría, estupenda de poder llorarte, construyendo un monumento al dolor humano, con sudor y terror acumulado?

[...]

voy a levantar un monumento de lágrimas a la gran estatura mediterránea que te hiciste con tu vida y con tu obra, cantando en todo lo alto y lo ancho de la época, con tu voz de tórtola de oro, y me van a escuchar un milenio, como el último y único de los enamorados; afuera está la tierra inmensa, aquí estoy yo contigo, aquí este enorme "epicentro de tormenta," aquí, "parado, estupefacto," sólo como toro, contra todas las cosas, diciendo lo mismo abajo, y diversificándome como lo poliedros del diamante, en las metáforas, presente, siempre presente, como el soldado de Pompeya, tallado en la eternidad, con la patada del terremoto en la boca; pero el pecho de la eternidad es inexorable" (1975, 5-6).

Esta combinación de mujer, madre, esposa y artista se repite frecuentemente al referirse a Winétt de Rokha, así lo hace Mahfud Massís en un escrito que le sirve para conmemorar el décimo cuarto aniversario de la muerte de la poeta y donde también incluye un homenaje a Carlos de Rokha (1920-1962). De ella dice que era "artista, mujer y madre," "y el esplendor de su vuelo expresivo no hace sino confirmar su condición entrañable de madre y mujer" (1965). En la misma línea se expresa José Vargas Badilla (1996) al destacar la "sorprendente condición de madre, esposa y artista." Juan de Luigi, en un largo artículo que titula precisamente así, "Winétt de Rokha, mujer, madre, artista," identifica la condición poética con las otras. Reproducimos algunos comentarios por lo elocuentes que resultan:

Winétt de Rokha formó su arte a través de sus trabajos de mujer, de esposa y de madre; no a pesar de ellos sino por ellos y con ellos [...] no fue artista a pesar de ser mujer sino por ser mujer; a pesar de ser esposa, sino por ser esposa; a pesar de ser madre sino por ser madre.

[...]

El arte de Winétt, la poesía de Winétt, su lucha creadora son tan necesarias en ella como su demás realizaciones. Las realizó como amamantó y cuidó a sus hijos y guisó la comida para su marido; funciones todas que sólo a los necios pueden hacer sonreír y sólo los estólidos pueden creer opuestas a la creación artística.

[...]

El pueblo es hombre, esposo, padre y productor sin exclusiones; Winétt de Rokha fue mujer, esposa, madre y artista para el pueblo sin exclusiones. [...] Artista popular en el gran y único sentido de la palabra, no en el estéril, trivial, informe e insignificante como lo entiende la burguesía, fue Winétt de Rokha (Winétt 1951, IX-XII).

El Presidente del Sindicato de Escritores de Chile, Luis Merino Reyes, en Las Últimas Noticias, publicado el 10 de agosto de 1951, a escasos días de la muerte de la poeta, sostiene que "además de poetisa y de esposa del poeta, fue madre y esta palabra, cumplida en su rigor cruel y sublime, no necesita ningún adjetivo que la sustente." Más adelante, la llega incluso a calificar de "noble matriz11 de una familia de escritores, de poetas, de artistas" (Winétt 1951, XX-XXI). Joaquín Martínez Arenas, en el mismo periódico, pero un día después, vuelve a insistir (1951) en "su triple condición de artista, esposa y madre (Winétt 1951, XXIII). Algo similar hallamos en Jorge Vélez, quien la califica de "Mujer integral! Esposa, madre y artista" (Winétt 1951, XXXVI) y en Julio Tagle, quien resalta su "sensibilidad de mujer, madre y artista" (Winétt 1951, XLIX).

Más sorprendente aún resulta la recreación que hace Víctor Lohenthal, ya que compara la intrahistoria de Winétt con el cuento del patito feo y en esta atmósfera de relato infantil la convierte en la muchacha desgraciada y triste que, como la princesa de la "Sonatina" de Rubén Darío, aguarda la llegada de su príncipe o "emperador sin trono," Pablo de Rokha, para que la libere:

Ella, como la hermosa dama de un hogar acomodado, recibía el frívolo homenaje que se tributa a los espectros en sociedad. Mas, esto no era suficiente, y Winétt, incomprendida, se angustia en sus prisiones de raso y seda, como la orquídea arrancada de su selva nativa, llora "en la ribera del atardecer sin música:" "Me trizaron las niñez esmerilada y rebelde." De aquí, de esta infancia grandiosa y solitaria, se abre la raíz íntima de su acendrada poética, la fuente sacra y omnipotente de las aguas creadoras. La poetisa retorna al origen del abismo, y se reconstruye en soles magnánimos y ecuménicos desde la magnificencia aterradora de su intimidad trágica. Llega Pablo de Rokha, caballero en una edad sin caballeros, o emperador sin trono, hombre de enigmas y volcanes, y la liberta de los viejos dragones familiares (Winétt 1951, XXXIII).

Luis Meléndez, en 1943, reflexiona acerca de la feminidad de su época y llega a la conclusión de que nuestra escritora es una de las pocas mujeres que aún quedan. Claro que para él ser mujer no tiene valor en sí mismo, sino en relación al hombre, por lo que la "esencia" femenina adquiere sentido en tanto represente "el descanso del guerrero," la guía que alumbre al compañero: "En esta época de crisis de la feminidad frente al hombre, siempre me ha parecido Winétt una de las pocas últimas mujeres que aún quedan: mujeres que están juntas, unidas, al hombre en el desfallecimiento y para iluminarle el camino que él haya tomado" (Winétt 1951, XXXVI). Teófilo Cid parece insistir en lo mismo, pues advierte que "para comprender a Luisa Anabalón Sanderson hay que imaginarla como una diosa tutelar en la vigilancia de su hogar, junto a sus hijos y al varón dramático que le deparó el destino" (Winétt 1951, LXII).

Mireya Lafuente, Presidenta de la Alianza de Intelectuales de Chile, en la ceremonia de despedida a Winétt de Rokha, agosto de 1951, en el cementerio General de Santiago, alude a su triple condición de esposa, madre y amiga, pero en el terreno civil subraya su dedicación a la patria, por lo que la compara con las célebres mujeres de la historia: "fue esposa castísima, abnegada y heroica; madre purísima, dulce y ejemplar; amiga leal, permanente y generosa y ciudadana honorable y virtuosa que amó y sirvió a su patria como supieron hacerlo en el pasado las egregias hembras que lucharon por el descubrimiento, la conquista y la independencia de Chile" (Winétt 1951, IV).

Andrés Sabella, en el periódico Hoy, 11 de febrero de 1943, a raíz de la edición de Oniromancia, retoma la idea de la maternidad para establecer un símil entre parir hijos y "alumbrar" poemas: "Winétt, plena de múltiples elementos, es la niña de siempre, ungida Lira y Madre. Es necesario insistir en su categoría materna, porque es madre de carne y de verbo. Sin duda que su función humana, su ejercicio vitalísimo, ha influido en esa como aristocracia sideral que flota en sus cantos" (Winétt 1951a, VIII). De igual manera, Pablo de Rokha, el 25 de octubre de 1951, primer aniversario de boda sin la amada, la define como una "poetisa MATERNAL, es decir, mujer, mujer-amor, mujer- pasión, mujer-dolor, mujer GRAN POETA e inefabilísisima" (Winétt 1951, XCI). Más adelante sentenciará: "Winétt fue mujer por encima de todo" (Winétt 1951, XCV).

Al parecer, el hecho de ser mujer, esposa y madre pareciera más importante que el ser poeta, sin duda, esta consideración está acorde con los prejuicios sexistas que consideraban que la mujer debía dedicarse en cuerpo y alma a las labores domésticas, pues debía ser ante todo la guardiana del hogar. En esta línea Lina Vera Lamperein en la "Introducción" a su ensayo Presencia femenina en la literatura nacional menciona que dar cuenta de las escritoras chilenas a lo largo de la historia es una tarea ardua y compleja, sobre todo porque en otros tiempos una mujer que escribía resultaba sospechosa. Por dicho motivo recoge el sentir de Pablo de Rokha, quien en sus comienzos ironizaba sobre el interés que presentaban algunas por la escritura:

Literatas, ¿no tenéis un marido?
Buscadlo, y si lo halláis,
sed simplemente esposas.
Mirad que el mundo no es lo que los libros dicen
que un folletín no es más que un beso honrado y digno
¿Queréis hablar? Muy bien, más sazonad la sopa (Lamperein 11).

Desde luego muy lejos queda este Pablo de Rokha de aquel otro autor de "Epitalamio"y "Winettgonía." No obstante, su pregunta retórica y su alusión a la cocina bien podría tener como respuesta aquella que sor Juana Inés de la Cruz dirigiera a sor Filotea:

Pues, ¿qué os pudiera contar, señora, de los secretos naturales que he descubierto estando guisando? Ver que un huevo se une y se fríe en la manteca o aceite y por el contrario se despedaza en el almíbar: ver que para que el azúcar se conserve fluida basta echarle una muy mínima parte de agua en que haya estado membrillo u otra fruta agria: ver que la yema y clara de un mismo huevo son tan contrarias, que en los unos que sirven para el azúcar, sirve cada una de por sí, y juntas no. Pero no debo cansaros con tales frialdades, que sólo refiero por daros entera noticia de mi natural y creo que os causará risa; pero, señora, ¿qué podemos saber las mujeres, sino filosofía de cocina? Bien dijo Lupercio Leonardo: Que bien se puede filosofar y aderezar la cena. Y yo suelo decir, viendo estas cosillas: Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito (Sor Juana 1993, 319-320).

Este desprecio de la escritura femenina es algo sobre lo que advierte Juan Villegas, pues según este investigador Chile ha producido un extraordinario número de poetas de reconocido prestigio, sin embargo, destaca la ausencia de nombres femeninos en la lista de primeras figuras. Una de las razones, según él, la encontramos en los prejuicios masculinos que desvaloriza toda actividad relacionada con la mujer y, particularmente, los de la crítica, puesto que cuando firma esto -fines de la década del setenta- la mayoría de los críticos son hombres que proyectan sus juicios de valores desde una perspectiva masculina (Villegas 1980, 83-84). Más adelante destaca que las mujeres poetas en Chile han tendido a encontrarse con un mundo cerrado, tanto en lo ideológico como en lo literario, ya que son numerosas las autoras que, pese a su activa participación en la vida intelectual de la época y a la publicación de poemarios, no aparecen en las historias o, en el mejor de los casos, se las incluyen en apéndices. En otras ocasiones, se las mencionan por su relación con los poetas varones de su tiempo. Un ejemplo a este respecto es Winétt de Rokha, escritora escasamente estudiada y preferentemente conocida como la esposa de Pablo de Rokha" (Villegas 1993, 13).

Llegados a este punto, resulta conveniente entonces preguntarse ¿qué se entiende por escritura femenina? Interesante, por lo que aporta, pero también por lo reciente, es el número de junio de 2007 de la Revista de Crítica Cultural dedicado a responder por el ¿Arte de mujeres o políticas de la diferencia? Raquel Olea oportunamente hace hincapié en que lo femenino no es necesariamente un correlato de la mujer. "Lo femenino también es un posicionamiento en relación a los poderes dominantes. Ha sido la marca, el signo de lo subordinado, de lo minoritario, de lo suprimido, de lo carente, de lo silenciado. Eso le confiere un potencial político alto..." (15).

Francisco Brugnoli, tratando de identificar y diferenciar, señala que el signo de la reiteración es propio de lo femenino. Para ello recurre a una serie de actividades relacionadas con la mujer: "El hombre cazador busca, encuentra lo nuevo, lo nombra y trae el nombre a la casa. Pareciera que la mujer está condenada a repetir el nombre en su descendencia y crea así el lenguaje de reconocimiento. Ese aspecto de repetición está en el tejido, en la receta de cocina, en el molde para bordar, de hacer la ropa que parecen ser las condenas históricas de lo femenino. Pero esto lleva implícito las acciones de preservar, la memoria y el cuidar, ordenar, por tanto de jerarquizar y desde luego de la acumulación. Todo lo cual constituye un rol cultural fundamental y la posesión de un espacio para la innovación, por ejemplo, en el acento, en la manipulación, etc. (17).

Sergio Rojas destaca algunas constantes, como por ejemplo, el trabajo con lo cotidiano, con lo familiar, lo doméstico, lo íntimo, instancias que caracterizan la actividad artística que correspondería, según él, a una cierta sensibilidad femenina (18). Carlos Ossa, más crítico, denuncia que pese al avance de los tiempos aún impera "una ética masculina que, celebra el protagonismo femenino en las artes plásticas, pero lo reduce justamente a eso, a lo femenino, lo maternal, lo episódico, lo privado" (21). El filósofo Pablo Oyarzún dice que "hay una capacidad de nominación en la literatura, una capacidad de dar nombre. Y eso puede estar vinculado con ser éste un lugar donde la mujer puede cambiar su propio nombre, donde puede ejercer resistencia respecto a los nombres tradicionalmente adquiridos, tradicionalmente impuestos, y donde se da una lucha muy expresa respecto de quien tiene la capacidad de nominación de lo femenino. Y eso se articula de manera muy distinta, no simplemente a través de poner un nombre, sino a través del desarrollo de un discurso, del desarrollo de un relato que tiene esa capacidad nominante" (20).

Si llevamos estas reflexiones al tema que nos ocupa, observamos que desde hace ya bastantes años algunos críticos como Vicente Parrini, al reflexionar sobre Winétt de Rokha, llega a la conclusión de que más allá de encontrarse ante una escritura femenina, se halla sencillamente o complejamente ante una "poesía, auténtica, original, única. [...] Poesía donde se plantean los interrogantes y la problemática del hombre en su ecuación social, con su drama y su esperanza" (Winétt 1951, XLIV). Tal vez, por lo mismo, Eduardo Anguita prefiere hablar "de un gran poeta -la palabra poetisa suena a débil- (Winétt 1951, LXXXVIII).

Hernán del Solar, en Defensa, el II de 1943, tratando de elogiar la obra de Winétt y, particularmente Oniromancia, subraya que este título muestra claramente una activa sensibilidad de mujer, pero con la diferencia que para esta autora "lo íntimo no es un mezquino hurgar en la pena doméstica" (Winétt 1951, XII). De nuevo los convencionalismos.

Algunos críticos, como Januario Espinosa, sin entrar a analizar la escritura de nuestra autora, estiman que el mayor de los elogios que se puede hacer es afirmar que "hace buenos versos y sus versos son realmente "versos de mujer."" Además, esos poemas que, en su mayoría son amorosos, son considerados por Espinosa ideales, el tema inmediato "para toda mujer sincera" (Cruz 1915b, 146-147). Ahora bien, si se valora la franqueza, esto se hace dentro de unos límites, pues la osadía de revelar determinadas "intimidades" de la pareja, tal y como hacía Juana Inés de la Cruz en Horas de sol, podía dar pie a algún comentario malintencionado. Esta obra, publicada en 1915, presenta una dedicatoria que puede entenderse como una muestra de valentía: "Hoy, que el temor a los prejuicios nos tiene alejados, aherrojada como una princesa de leyenda, desde mi castillo encantado escribo versos y prosa saturada de resplandor de sol. Y lo escribo todo para ti, para ti que amaste la revelación de mi alma de mujer" (Cruz 1915b, I-II). Esta misma observación lleva al crítico Manuel Magallanes Moure a opinar que, partiendo de las palabras iniciales de Augusto D'Halmar, con las que se abre este libro -"Inquiere donde haya un corazón, pues solo una cosa precisa buscar en esta vida y esa cosa es El Corazón"-, el sujeto poético se deja guiar donde el corazón lo lleve y esta "rara valentía moral" es lo que le causará más de un problema, "un enjambre irritado de juicios y prejuicios. Se clavarán en ella los punzantes comentarios de ciertas gentes y la maltratarán; que algunas ideas preconcebidas, como algunas armas anticuadas, más daño hacen cuanto más enmohecidos tienen sus filos" (Magallanes IV).

Andrés Sabella, en un artículo publicado en El Abecé de Antofagasta, el 2 de septiembre de 1951, a la hora de encarar la producción poética de Winétt de Rokha aprovecha para darnos a conocer lo que entiende por poesía femenina y, a tenor de lo que se desprende de sus palabras, la estima en poco, aunque "salva" de la quema a nuestra escritora:

La poesía de mujer americana se resiente de balbuceo y novela biológica desesperada; la estimaron conducto para desahogar fiebres y no cauce para madurar el ser. Winétt fue, tal vez, la única mujer en nuestro idioma que no confundió el rito terrible de la Poesía y le dedicó su verbo, no para servirse de ella, sino que para honrarla y engrandecerla con dicción armoniosa, digna y sugestiva; su oratoria fue siempre femenina, pero nunca se rebajó a triquiñuela menor de mujer, a menester de hembra que se desnuda ante el espejo del poema para conmover al hombre en su duelo de eternidades. Winétt de Rokha comprendió los deberes de la Poesía, los puramente poéticos y los morales que apareja, y vivió un bello periplo impar en el idioma" (Winétt 1951b, LXXVI-LXXVII).

A raíz de lo que hemos venido comentando, no podemos negar que la crítica ha insistido en "modelar" una Winétt de Rokha mujer, madre y esposa antes que poeta, por lo que no resulta del todo sorprendente que todavía hoy siga siendo una desconocida. En este sentido, creemos que se hace imprescindible una lectura que desvele a la escritora, más allá de ese "folclor biográfico" (Nómez 1998) que la recubre. O bien, que la libere de comentarios o alabanzas que suenan a hueco: "largo tiempo quedaron resonando en mi interior las dulces cantinelas de la gentil poetisa, que se oculta bajo el nombre de Juana Inés de la Cruz," tal y como manifestaba Samuel Lillo (Cruz 1915b, 147). A veces, inclusive observamos cómo la crítica, sin entrar a desentrañar su poética, se limita a hacer un panegírico en la que su obra queda totalmente al margen, como si ésta no interesara por ella misma. Esto es lo que ocurre con Braulio Arenas quien afirma: "(las hojas caen, Winétt ha muerto, la noche pues no ha cumplido su palabra) [...] Winétt no es pues de la muerte, es de la poesía. Ella pertenece a ese archipiélago de luz y no a tu mar de noche [...] Winétt, en ese archipiélago inmortal, tiene un sitio privilegiado de reina" (Arenas 1982, 219). Este texto aparece sin fechar, pero igualmente ha sido recogido en Suma y destino, por lo cual creemos que pertenece a 1951, homenaje a la muerte de Winétt de Rokha (Winétt 1951, XXXI-XXXII).

Pero si la imagen de mujer, madre y esposa se repite hasta la saciedad, no podemos dejar de mencionar otro imaginario que igualmente la conforma, cierto halo místico con el que la crítica la envolvió, sobre todo como autora de las primeras obras, aquellas que además firmaba "vistiendo" para la ocasión el hábito de monja: sor Juana Inés de la Cruz. Recordemos, a propósito, que algo similar había sucedido con Delmira Agustini, en quien la crítica había visto una "raíz metafísica," como consignamos más arriba. Naín Nómez dirá que, pese a que en sus inicios Winétt es una profunda católica con reminiscencias metafísicas, luego se transforma en marxista, simpatizante del Partido Comunista y admiradora de la Unión Soviética (Nómez 1996, 488). Más adelante apunta que "sus convicciones fueron religiosas, pero luego variaron hacia profundidades metafísicas y más tarde marxistas" (489). Por su parte, Pablo de Rokha en Suma y destino reconoce que "adentro del corazón le ardía la religiosidad atea, no el catolicismo, y era una gran dyonisiaca del cerebro" (Winétt 1951, XCVIII), por lo mismo, cuando se refiere a su primera etapa poética subraya el hecho de que Juana Inés era sencilla, perfecta, humana, espiritual y suave, dulce como las melodías antiguas (Pablo 1990, 117).

No debemos obviar el hecho de que su primer título, Lo que me dijo el silencio, goza de un cierto misticismo, quizá la palabra que más se repite en él es "alma." Tal vez por ello, Antonio Bórquez Solar enuncia que dicho libro "es la revelación de un alma delicada y sufriente, de un alma selecta y de excepción" (Cruz 1915b, 145). Sin embargo, nos parece del todo excesivo que al aludir a esta autora se la considere una "santa," tal y como declara Claudio de Alas, quien además utiliza una imaginería sacra cuando cita el primer libro: "porque [Lo que me dijo el silencio] es místico, tal como un Aleluya elevado por un anciano cura en una iglesia milenaria, cuyos altares estuvieran perfumados por castas azucenas de los montes" (Cruz 1915b, 148-149).

Un misticismo que no se debe confundir con una apariencia de arrebato. En este sentido, Juan Arcos, en agosto de 1938, destacaba que esta autora desde Cantoral (1936) había emergido "definitivamente en medio de la decadente poesía femenina, rompiendo a latigazos de enredaderas, de mauser proletario, la tradicional tónica de las poetisas sudamericanas, aquel sensualismo misticoide y enfermo, para en cambio enarbolar, valientemente la poesía hecha pensamiento y acción" (Winétt 1951, XVII). Las mismas actitudes misticoides a las que también apunta Óscar Chávez, para acentuar de nuevo que nuestra poeta, "mujer, madre y esposa amantísima," era, sin embargo, "tan ajena a toda forma de rebrotes misticoides" (Winétt 1951, XVIII-XIX).

Para evitar los males anteriores, es decir, "configurar" una escritora para hacerla coincidir con todas las que era, Luisa, Juana Inés, Ivette, Winétt, Federico, Marcel, Luisita..., para que nos "cuadre" con esa mujer, madre y esposa amantísima, creemos preciso leer los textos de nuestra autora como estrategias discursivas que se activan a lo largo de los años. Por ello, concordamos con Nelly Richard, quien en el Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana, celebrado en Santiago de Chile, agosto de 1987, hizo hincapié en que era

necesario desligar lo femenino de los esencialismos que lo reducen a una identidad fija (y previa a la experiencia del texto), para proyectarlo como estrategia discursiva: como juego de posicionalidades que responde a mutaciones de sujeto y transformaciones de roles y participaciones. Lo femenino así concebido deviene marca enunciativa que moviliza determinadas contraposturas en el proceso de comunicación oficial del sentido dominante [...] Me parece que sólo una teoría de la escritura abierta a la heterogénea pluralidad del sentido como resultado de una multiplicidad de códigos (sexuales, pero también políticos y sociales, ideológico-literarios, etc.) entrecruzados en la superficie del objeto semiotizado, es capaz de poner en acción una lectura destotalizadora; y por ende, de movilizar lo femenino como pivote contra-hegemónico de los discursos de autoridad (31).

Para finalizar, queremos darle la palabra a Josu Landa, pues su reflexión sobre el papel que debe jugar la crítica de poesía en América Latina nos parece una vía apropiada para "dialogar" con Luisa Anabalón Sanderson, con cada una de sus identidades y con cada uno de sus textos:

La crítica de poesía deberá entender que no se trata sólo de interpretar, intuir y juzgar, sino de poner lo que le toca en la realización de lo poético. Asumir de otro modo la crítica de poesía significará que no se ha comprendido que su sentido no está en sí misma, sino en algo que la trasciende: lo poético.

Entender de esa manera el sentido de la crítica de poesía supone, por lo demás, superar la vieja dicotomía poeta/lector y reivindicar una comunidad de poetas-lectores y lectores-poetas. Asimismo, comporta encuadrar todo potencial crítico en el marco de un diálogo creador y realizador de lo poético. Si la crítica de poesía no opera como modalidad de un diálogo vivo y creador, terminará reduciéndose a un montón de excrecencias textuales, o convirtiéndose en monumento muerto a las desmesuras de la pasión crítica (41-43).

1 Véase Diccionario de la lengua Española. 22ª ed. Madrid: Real Academia Española, 2001. Algún artículo, tal es el caso de identidad, aparece enmendado como avance de la vigésima tercera edición: http://www. rae.es/
2 Hemos optado por utilizar el nombre acentuado -Winétt-, porque así aparece consignado por ella y por Pablo de Rokha.
3 En este trabajo siempre que hagamos referencia a Pablo de Rokha, Winétt de Rokha y Lukó de Rokha, consignaremos sólo el nombre, así evitaremos posibles confusiones.
4 Aunque frecuentemente se suele citar el apellido de esta autora como Zárraga, en el interesante artículo de Rafael Gumucio Rivas, "Belén de Sárraga, librepensadora, anarquista y feminista," publicado en Polis, Revista On-line de la Universidad Bolivariana de Santiago de Chile, destaca que el apellido en verdad es Sárraga, y así figura en su primera obra: El clericalismo en América (1914).
5 Lo que me dijo el silencio. Santiago de Chile: Imprenta y Encuadernación New York, 1915. Horas de sol. Santiago de Chile: Imprenta y Encuadernación New York, 1915. Formas del sueño. Santiago de Chile: Klog editor, 1927. Cantoral. Santiago de Chile, 1936. Oniromancia. Santiago de Chile: Multitud, 1943. El valle pierde su atmósfera fue incluido en Arenga sobre el arte, libro de Pablo y Winétt de Rokha, Santiago de Chile: Multitud, 1949. Suma y destino. Santiago de Chile: Multitud, 1951. Antología. Santiago de Chile: Multitud, 1953.
6 Puesto que nos ha sido muy difícil conseguir gran parte de la obra crítica sobre Winétt de Rokha, haremos referencia en muchas ocasiones a las reseñas, impresiones, notas, fragmentos.... recogidas por Pablo de Rokha en Suma y destino (1951), bajo el siguiente epígrafe: "Prolegómenos a una gran expresión de Améri- ca." Por esto mismo, a la hora de citar dicho material lo haremos de la siguiente manera: Winétt 1951 y las páginas en los números romanos correspondientes, tal como las consigna Pablo de Rokha. Algo similar ocurre con Horas de sol (1915), en la que se incluye, a manera de "Noticia bibliográfica," algunos juicios críticos que mereció el anterior libro, Lo que me dijo el silencio (1915). Nos ha resultado imposible obtener toda esta información, pues, como advierte el editor H. Fernández, los comentarios han sido "publicados en periódicos y revistas literaria de la capital y de la provincia, aparte de otros particulares o privados" (141). Por ello citaremos a partir de lo que se recoge en "Noticia bibliográfica," Horas de sol, haciendo constar el apellido con el que firma la autora en esta ocasión: Cruz 1915b y el número de página.
7 En esta antología el nombre de nuestra autora aparece consignado como Winet, de ella se seleccionan los siguientes poemas: "Casa de campo en Talagante," "La pregunta rubia," "Cueca del dieciocho,""Miel y laureles de Chile" y "Cabeza de macho" (1963, 80-84).
8 Hemos consignado los nombres tal y como aparecen en dicha antología.
9 Las negritas son nuestras.
10 Las negritas son nuestras.
11 La negrita es nuestra.

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