PRÓLOGO A HORAS DE SOL1
por Manuel Magallanes
Moure
He concluido de leer los originales de este libro, que palpita como un corazón,
y he aquí que me vienen a la memoria estas palabras de mi última lectura italiana: ed io mi persuasi subito che quella donna fosse una
delle creature predilette dalla Natura.2
Con curiosidad primeramente, luego con
placer
y con ternura de emoción, he sentido, más que observado, cómo al soplo insistente
de una verdadera vocación
artís- tica, las brumas del prejuicio, del falso pudor, del convencionalismo social, se rasgaban,
se desvanecían, hasta dejarnos ver en su desnuda belleza, en su santa y conmovedora
desnudez, el alma de esta niña excepcional, que nos habla del amor con más confianza
y más pureza que las que seguramente pondrían otras de su edad en describir
las faldas superpuestas de un traje
a la moda.
En tanto que nuestra juventud femenina,
tiranizada por el atavismo y la educación, languidece bajo el frío y pesado ropaje de los ángeles, que según costumbre antañona
va pasando de madres a hijas; en tanto que las doncellas de nuestro país, apretadas hasta
el ahogo por el ceñidor
de una moral extrahumana y antinatural, se ven forzadas a disi-
mular y a callar lo que sienten,
sin dejar de sentirlo, y sintiéndolo acaso con más acritud
por cuanto están obligadas a guardarlo bien adentro de sí mismas;
en tanto que nuestras
jóvenes representan
ante el mirar imperturbable de la vida la comedia de las virtudes
aparentes, es decir, la comedia del cielo, una niña escapada del escenario a media luz, libre del disfraz angélico, que puede ser muy bonito
y muy cándido, pero que al fin y al
cabo es un disfraz, una niña toda ella, alza ante Dios sus brazos frágiles
y en un grito de sinceridad le dice: "Voy hacia ti. La ofrenda de mi ser es pobre. Mis manos al elevarse quieren mostrarte algo de valor para pedirte gracia
y sólo mi corazón ensangrentado
elevan: un corazón sin voluntad,
un corazón que no pudo vivir la vida de los hombres y
se hincó la saeta venenosa del análisis, un corazón que luchó contra las malas interpre-
taciones, un corazón que sufrió el azote de las sonrisas
imbéciles, un corazón
humano con esencia divina." (Última Plegaria).
Un corazón. Ella lo dice.
Bella cosa es buscar
un corazón hasta encontrarlo. Así lo asegura
D'Halmar
en
el untuoso epígrafe de este libro. Pero, tengo para mí que, más que hallar ese corazón
buscado, precisa tener uno propio, y seguirlo
adonde nos lleve, sin desobedecerlo, sin contrariarlo, sin jamás renegar de él. Une seule loi vaut: -dice
Maurice Barrés- celle
que nous arrachons de notre coeur sincère.
Y esa ley, la única que vale, es la que, como mujer y como artista, sigue Juana Inés
de la Cruz, con una rara valentía moral.
Ya sé yo que tal sinceridad, que tal heroísmo, habrán de atraer sobre la autora de Horas de Sol un enjambre irritado de juicios y de prejuicios. Se clavarán en ella los punzantes
comentarios de ciertas gentes y la maltratarán; que algunas ideas preconcebidas, como algunas armas anticuadas, más daño hacen cuanto más enmohecidos
tienen sus filos.
Y son temores
éstos que no carecen de base.
Habituados como estamos
a que nuestras damas escritoras -salvas sean muy escasas excepciones- pongan su sensibilidad y su inteligencia al servicio de la iglesia, de la
cocina o de la moda, con abstracción de otros
asuntos que pueden ser para ellas, y para todos, mucho más interesantes, y que lo son, a no dudarlo;
acostumbrados a que la
literatura femenina, la verdadera, la humana, la que es vida, sea huerto cerrado para las autoras solteras,
y recinto sospechoso para las casadas
jóvenes, y aún terreno algo compromitente para las matronas de larga experiencia y de prole numerosa, ¿no es de temer
que a la aparición de este libro de amor y juventud,
escrito por la juventud y el amor
mismos, se llamen a escándalo todos esos encantados que duermen apaciblemente, que sueñan que les bajan de los hombros unas alas muy blancas y muy grandes, mientras
ondulan con suavidad inefable los hilos que durante años y años tejiera sobre ellos la
silenciosa y lenta araña de la rutina?
*
Un amigo, mal poeta, pero -aunque
parezca paradoja-
admirador fervoroso de lo bueno
que otros escriben, elogia hasta la exageración el reciente
libro de versos de Juana
Inés de la Cruz.
Vocea mi amigo su entusiasmo; lo mima con el gesto, con la actitud, con el movi- miento,
y yo, que no siento por Lo que me dijo el silencio la admiración
que otros han sentido, me limito a acompañar las inflamadas frases del bueno y mal poeta con una
sonrisa interminable.
Como siempre que sonrío, tengo
esta vez la desgracia de ser mal interpretado,
y así me dice mi amigo:
-Crea usted que alabo a
Juana Inés sin conocerla. Y como sigo sonriendo, agrega:
-Ni
quisiera conocerla tampoco. Porque
una mujer literata... ¡Debe
de ser una
calamidad!
Guardé la sonrisa para replicarle:
-Se equivoca usted. Juana Inés de la Cruz no es
una literata.
Y él:
-Pero cómo!. Una mujer que escribe, ¿no es una literata?
-No. En el sentido que usted, y como usted muchos, dan a la palabra "literata," Juana Inés no merece el título.
-¿La conoce usted?
-Hasta donde
es posible conocer a mujer espontánea.
-Luego...
-Lo dicho. No es una literata: es una artista.
Como mi amigo el poeta, pensarán, estoy cierto, todos aquellos que no conocen a
la autora de Horas de Sol. Y como él, errarían, si yo no estuviera alerta para decirles que
Juana Inés de la Cruz se halla muy lejos de ser un bas-bleu, una marisabidilla, un ente
de esos que por sus ridículos arrestos bien se merecen el regocijado
papel que hacen en
la vida y en la literatura.
No. Juana
Inés no es eso. Es... ¿Cómo decirlo?
Antes que nada, una criatura
encantadora; luego, una riatura...encantadora, siempre.
No hay manera de decirlo de otro modo.
Una mujercita frágil, espigada, con graciosos arrebatos infantiles y ondulaciones algo
lentas. Ojos negros, hondos. Ojos orientales. Ojos ante los que usted, poeta amigo, se echaría
instintivamente hacia atrás, para no vacilar, para no caer, para no precipitarse en
el abismo
de ese mirar oscuro, que atrae,
que atrae... Boca fresca, reidora.
Manos pequeñas. Pies, como mirados
con un anteojo invertido. Una monería
de pies. En seguida,
un espíritu de esos que llamamos
vivos y cuya presteza de comprensión está mejor definida
en la palabra francesa prime sautier. Un espíritu que, por esa aspiración, tan humana,
de querer ser lo que no somos ni seremos, ensaya actitudes
de analista siendo todo lo contrario: un espíritu místico, modificado
a cada instante por las presiones suaves o vi-
gorosas de las sensaciones; un espíritu nube, que toma el color de la hora y la forma que
le imprime
el viento; llama viva que oscila entre el amor divino y el amor terrenal y que con graciosa porfía se empeña en adquirir líneas geométricas, como en una estilización
decorativa. Alma femenina, de toda feminidad, con una linda inconsciencia en el amor y
en el odio. Berénice
d'Aigues Mortes... Como ella, Juana Inés de la Cruz sigue "la única
ley valedera: aquella que arrancamos
de nuestro sincero corazón."
¿Una literata? No, por favor. Una niña artista, que siente más que otras; -pero no
tanto como tú, mi Primavera...-
que cuenta lo que otras
callan, y lo cuenta bellamente; una niña que, como todas nuestras
niñas, habla con frivolidad,
ríe con frescura, reza con fervor, cose, teje, confecciona sus propios sombreros, toca el piano. No hay en ella pedantería: ni siquiera se acuerda de mentar libros o de citar autores. Nada extraordinario
en esta criatura excepcional: nada más que el don divino de la emoción
y la facultad de expresar de hermosa manera lo que siente. Nada más que el ser una artista.
Por lo que hace a este libro, júzguelo quien
sienta la necesidad de juzgar. Yo no. Sigo también "la única ley que vale"
y, en vez de razonar,
prefiero soñar un poco....
Santiago, Agosto de 1915.
1 "Prólogo," en: De la Cruz, Juana Inés. Horas de sol (Prosas Breves). Santiago: Imprenta y Encuadernación
New
York, 1915, p. I-X. (desde ahora, HS).
2 Ugo
Foscolo, Viaggio sentimentale di Yorick (nota del autor).
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