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*1

por Eduardo Anguita

 

 

El poeta es el ser nuestro por excelencia. Cuando un poeta muere, algo muere en nosotros. Pero, también, algo nace y renace con ardoroso ímpetu. Yo quiero decir aquí, sencillamente, cómo debí mezclar mis lágrimas a la pregunta dolorosa que brota en uno frente a la nada, y a ese canto de fe que, en última instancia, nunca deja de sonreírme: yo quiero recordar aquí cómo me sacudió el hecho de la muerte de un gran poeta -la palabra poetisa suena a débil-, Winétt de Rokha, cuya ausencia ha comenzado a crecer para nosotros.

Winétt de Rokha, a quien su esposo, Pablo de Rokha, cantó en casi todos sus vigorosos y delicados poemas, aquella a quien dijo: "Tu pie tallado en agua inmóvil," era sin duda, un gran poeta. Tronco materno de una familia de artistas, ejemplo vivo del humano -y por humano, divino- sacramento del Matrimonio, Winétt de Rokha fue la fuente de aguas vivas que mantuvo la dulzura y la gracia dentro de la terrible lucha por la vida que los artistas deben afrontar más dolorosamente que todos. Ella era quien, haciendo poesía viva, iluminaba el camino dramático y hermoso de esta familia para la que yo pediría un Premio Nacional, o un premio especial, por su ejemplar amor a la belleza, por su notable inspiración creadora, por su infatigable lucha por el amor humano.

La cuerda que tocó Winétt en la poesía del habla sólo a ella pertenece. Ella es como si dijéramos una mística de la naturaleza. Sus últimos poemas nos reconcilian -en el sentido metafísico- con la creación; ella tiende en su imagen bruñida y tierna el lazo armónico entre las cosas, y entre ellas y el hombre. Podríamos decir de ella que era como una santa sin ícono: pero yo sé que en su alma ardía una luz "que no es de este mundo." Cuando la vi por última vez (¿por qué tengo la desdicha de no poder vivir los últimos momentos de mis amigos poetas? Así me ocurrió con Huidobro; así me ocurrió con Winétt) -de esto hace más de un año-, Winétt me dijo: "No sé si soy mejor poeta; pero sí sé que soy más buena." La médula ética que atraviesa lo mejor de la obra del gran arte, atravesaba también sus bellos poemas. Y como era buena, no pedía nada para sí. Yo la veo dando, dando, con la larga caridad de un perfecto cristiano; y por eso sé también que Aquel que más da, le restituirá su parte. Entonces, ella podrá decir con Hölderlin: "Una sola vez habré vivido como un dios; y más no hace falta."

 

 

1 En: SYD, p. LXXXVIII-LXXXIX.