LOS HIJOS DEL DOLOR
A la señora Inés Pérez
de Fierro Carrera
XI
Después de recibir
la bendición paterna,
una noche de horrible tempestad salieron del hogar con
rumbo hacia la vida, tres hijos del Dolor.
La Pobreza, una muchacha
flaca y enfermiza, apenas1 cubría sus desnudeces con un
manto hecho jirones. Era la mayor de todos y sin embargo, hubiera podido tomársele por
la más pequeña. Iba de prisa... El viento
helado de la noche dejaba adivinar sus piernas
flácidas, pegando a ellas sus raídos andrajos.
La seguía el Deshonor, muchacho
huraño y raro. En sus ojos brillaba una reconcentrada crueldad. Iba dispuesto a introducirse
en todas partes no encontrando barrera
capaz de atajar su paso.
El último, el más pequeño
de todos, era hermoso: su cabecita rubia era un primor; sus manecitas, que el frío no había
conseguido entumecer, parecían dos azucenas desti- nadas a calmar mudas
heridas profundas. Era éste2 el Amor.
Veinte siglos hacía
a que los tres habían abandonado su hogar y una noche,
muy pa- recida a aquella en que salieron, regresaron a la mísera cabaña del Dolor. Blancos cabellos circundaban la frente del
anciano y una sonrisa fría y extraña acariciaba sus labios.
Uno a uno los hijos relataron a su padre las aventuras que durante tanto tiempo
habían corrido en el mundo.
-Yo, dijo la Pobreza, he sido causa de múltiples
sacrificios: he visitado
innumerables hogares y en todas
partes he dejado huellas indelebles.
-Sin embargo, es preciso que vuelvas aun al mundo, le aconsejó
el Dolor. Tu obra debe ser intensa y hay mucho que hacer
todavía. Yo te bendigo nuevamente. Vete.
Le tocó hablar al Deshonor.
-Yo, dijo,
llevé la desesperación a muchos padres de familia, doblegué
el orgullo de
las naciones más poderosas e infundí en los espíritus
ese algo que amarga y que no hay
tranquilidad capaz de ahuyentar.
-Está bien, dijo el Dolor. Has trabajado
con ahínco; mas,3 es
preciso que sigas a tu
hermana. Vuelve a tu azarosa existencia y, una vez más, lleva mi bendición.
En la triste cabaña solo quedó el Amor, sentado
humildemente a los pies de su
padre.
-Yo, dijo, durante los primeros siglos
fui el predilecto.
Por
mí las mujeres más
hermosas bajaban de sus tronos; los más gallardos mancebos
abdicaban en mi favor riquezas y honores. Me paseé con orgullosa altivez en los palacios de los reyes y en las
humildes cabañas. De pronto, un enemigo formidable salió a mi encuentro y me arrojó
el guante.
A los rayos del sol brilla y deslumbra
y, cuando las sombras
de la noche caen sobre el mundo,
enciende múltiples luminarias para que su brillo no se extinga.
Ése4 es
el Oro. Él5 ha ocupado mi lugar. Yo soy el último
sentimiento; por lo tanto, mi trabajo
ha concluido. Dejad, padre mío, que me refugie al calor
de tu hogar; que los que quieran buscarme vendrán aquí y tú responderás
por mí.
-Sea, dijo el
Dolor y su gran manto envolvió la rubia cabecita del Amor.
Más de alguno ha llamado a las puertas de la cabaña
misteriosa: la puerta se ha
abierto para darles paso, pero el Dolor los abraza y los despide,
dejándolos vagar a través
de la vida como entes fúnebres que llevaran el camino
de la Nada...
1 "apénas," p. 91.
2 Sin
tilde, p. 92.
3 Con
tilde, p. 93.
4 Sin
tilde, a causa de mayúscula, p. 94.
5 Ídem.
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