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Por su impertérrita
jerarquía ciudadana, de soldado, el clarinero
destiñe su atavío de mofa con charol usado
administrando la militancia
interpretativa del paisaje antiguo.
Porque
él flagela la lombriz que transita pasiva,
gateando,
ama la hembra de blusa rosa-té y corsé febricitante, acordonado,
y con el arrastre de su capa envejecida sin asuntos universales,
impone el eco ancestral de su tonada parnasiana y arcaica.
Estremecidos y
oscilantes bordean la llanura y su césped,
demonios burlescos los columpian, aturdidos, altaneros, inzambos,
es un bosquejo de yeso
circunstancial, limado o acaso incongruente.
Inquietud de lo cabizbajo y abrumado
del narrador,
caravana erguida entre habitantes aires dosificados
en fila india.
Jamás destruidos por aislamiento y reverso
de medalla,
meditativos están en la corteza del ombú que los engarza a una dinámica inspiradora
confrontada, en teoría natural, al aborigen conmemorativo.
Materia negra, progresiva,
de augural sonrisa dolorosa,
entre vergeles,
panteones, montañas, espinales, chubascos,
donaire que toma su enfermizo
color de centeno esparcido
en las ínsulas
aterradoras de Walt Disney.
Mas la obsesión del nido de aserrín improvisado
insultando la "vieja
casita" de platino y sus búfalos de matadero.
¡Oh! manto con frutos de delicias en trance de ser ideas,
marginalmente, superáis
todo antecedente y nexo gavilán
de esta
tal solapa jabonosa, porfiada, en túnel de carretel,
para ocultar el sentimiento de masa de los robles.
Pero
es así este mantel de coronas telúricas
y prolíficas,
deleitoso engranaje en
cuotidiano fervor antagónico, pintura
mimo de entrega y superstición filosófica,
para mi peinado inédito de Invierno en verificación.
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