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Larga conversación hueca bajo los tilos de balcones rosados de rubor,
que desmenuzan alburas y obsidianas
en danza lujuriosa,
seleccionadas por la acrisolada escarcha vertiginosa y general.1
Los mirtos colgaron,
sensuales, las enaguas doncellas del estío
en los alambres del confabulado elemento-minero de litoral.
Una hoz pura y resonadora me cubre como en oro de episodios,
reverencio con dignidad penetrante la novela
de jarcias de la luna y la raíz del símbolo.
Flor
y fruto me embriagan la respiración cautiva-ánfora,
encumbrada y alzada hasta
quedar amada de los espacios ilustrados.
Omnipotentes
combinados de alegorías, proyecciones,
dejan que la mirada concreta abarque
la sierra como testigo virgiliano,
que, humanizada, mece en dulces brazos familiares
la almohada del niño poderoso del austro.
Desde mi corazón búho y primitivo, Amatitlán en su agujero
arranca, airosa, una gardenia estremecida e intérprete.
1 Sin
punto seguido en SYD, p. 214.
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